Contra la terapia (y elogio del cuento)


En su ensayo “Contra la interpretación”, Susan Sontag cuestiona el trabajo de la crítica de arte que busca en la obra un sentido supuestamente único, privilegiado, que estaría afuera de lo que la obra exhibe en su materia propia, más allá o por debajo de lo que esta ofrece a los sentidos. 

“Lo que esta pintura en realidad significa es...”, o “Lo que el autor quiso decir en realidad fue...”, es el tipo de juicios que esta crítica de arte plantea, negando en la obra un todo al servicio de la experiencia, de una experiencia rica y múltiple. Ocurre lo mismo con aquellas terapias cuya bandera es la sanación: nos ofrecen una lectura de nosotros mismos que pretende anular la complejidad y la apertura que nos definen como humanos. Esta terapia, de carácter religioso, quiere agotarnos en una verdad, la de una causa directa, externa, que nos dejó una malformación muy nítida por corregir. Toma como punto de partida la imperfección inevitable en nuestro carácter, y, desde ahí, quiere fabricar en nosotros un daño.

Sontag aclara que no está cuestionando la intepretación entendida en el sentido pragmático, natural, en el que “Todo es interpretación”. Mi crítica a la terapia no desconoce el margen amplio del bienestar; no se dirige al trabajo de la psicología cuando responde a la experiencia de la crueldad y del horror, por ejemplo, o, a los saberes de la medicina ante el daño de una lesión. Hablo del uso laxo de la noción del trauma, a veces incluso irresponsable, según el cual se acaba pregonando que todos necesitan terapia, pues en la crianza de todos (o, en alguna fuerza cósmica) hay una herida que nos define con certeza como seres dañados que hay que reparar. Esta terapia quiere excavar en nuestro pasado para construir allí causas precisas con las cuales iluminar una verdad, la verdad sobre la forma incompleta que nos describe en el presente, como si esta experiencia de lo que somos no fuera por sí misma inestable y ambigua, incierta.

El prestigio reciente del llamado a la sanación se sostiene en una idea antigua que al parecer creemos ajena a nuestros intereses, cuando más bien funciona como todo un credo: la idea del mal originario. La terapia de la sanación nos dice que hay un daño primitivo en nosotros (a causa de fuerzas desconocidas, o, de vivencias por las que tuvimos que pasar), y nos dice que ese daño nos define: hoy eres esto porque viviste aquello; eres esto, por esa razón. Por supuesto que todo lo que hemos vivido nos constituye (también, seguro, lo que no alcanzamos a conocer). Y, justo en tal medida, somos infinitamente más que un solo evento; junto con los días más felices y los más aburridos que atravesamos, está también en nosotros cada vida que hemos vivido en la imaginación. De ahí que seamos semejantes a la obra de arte y al texto literario: un todo abierto a lecturas distintas siempre, amasado con fuentes abundantes y diversas.

Cuando la crítica de arte considera lo que la obra ofrece a los sentidos solo para encontrar su verdad, termina ejerciendo una violencia sobre la obra, porque deja de observarla en el lugar que ocupa su totalidad. De tal modo empobrece nuestra experiencia, señala Sontag: pretende decirnos este mundo, en  vez de mostrarnos el mundo. Ocurre algo semejante cuando la terapia quiere obligarnos a arañar el pasado, para decirnos, primero, que la memoria es infalible, lo cual es falso; y, luego, que hay una verdad absoluta sobre la cual volver, como si esa persona que fuimos en la niñez siguiera siendo la misma persona que hoy recuerda. En otras palabras, la terapia nos trata como si fuéramos monolitos. Rodeados, además, de otros monolitos, y no de seres humanos a los que podemos leer de distintas maneras (del mismo modo en que un texto no dice una sola cosa). Una religión de la causalidad, sostenida en el libreto del amor a las esencias. La vida vista como trajín de martillos y piedras.

Pasemos ahora al elogio. Sontag dice que el arte puede escapar de esa violencia de la crítica mediante la creación de obras que sean capaces de eludir las lecturas dogmáticas. Un caso privilegiado sería el del cine, cuando una película logra producir una experiencia, más que un mensaje. Al parecer la literatura tiene menos posibilidades de conseguir esa maniobra, porque su materia está hecha de palabras y en ellas lo primero que buscamos es un significado. Pero en el cuento hay un espacio fértil para la búsqueda de una obra capaz de ofrecer una experiencia antes que un mensaje. Un buen cuento siempre es más que su resumen, y ante su apertura radical la única posibilidad de conocerlo es leerlo. Y, leerlo más de una vez, pues siempre nos deja al final una sensación de intriga, una inquietud abierta. No leemos un cuento para decir: “trata sobre esto”, o “quiere decir esto”, sino para vernos reflejados en el movimiento de la pregunta. “¿Qué nos está contando esta historia?”, es también la pregunta continua sobre las historias que nos contamos acerca de nosotros mismos, relatos que van modelando la idea que tenemos acerca de quiénes somos. A veces somos de una manera, y, a veces, de otra; delante de unos somos una persona muy distinta a la que somos delante de otros, y a lo largo de un mismo día podemos ser varios, podemos ser muchos, y aun así creemos que somos una esencia recogida en el frasco de nuestro nombre. Olvidamos que “yo” no es más que una palabra, quizás porque es útil para sobrevivir. Pero, para fortuna del animal narrativo que somos, la experiencia del cuento, que es breve como nosotros, nos entrena en el hecho de la incertidumbre y en la facultad de mentir, que es al mismo tiempo esta preciosa lección: cada verdad es un artificio. De ahí que el humano sea el animal de la infinitud; gracias a su naturaleza imperfecta, siempre será más que una sola versión, más que un solo relato, y nada de lo que viva tendrá un único significado. Si cabe hablar de un daño, muchas veces este nace en la terapia, no antes; nace en el comercio de la sanación que nos quiere corregidos, purificados: compra nuestro anhelo de ser buenos, de ser mejores, y a cambio nos sitúa, reducidos, en un mundo bidimensional. Se trata de una terapia que secuestra la imaginación y empobrece la experiencia vital, en el mejor de los casos. En otros, incluso deviene tortura y veneno. Pero, con todo, las hijas y los hijos seguiremos siendo como los cuentos: criaturas inciertas.



Coda: no sobra decir que “un cuento” es distinto a “un buen cuento”. O, “un gran cuento”, que sería aquel capaz de llevarnos a una experiencia imposible de sustituir con un resumen o con una interpretación. Propongo el siguiente como muestra: “La cosecha”, en el que Amy Hempel elige del trauma un lugar distinto al de la marca dañina, y lo usa para abrirle un camino ancho a la imaginación.


Lucía H. Rodríguez