Antártida, de Claire Keegan



El siguiente post se desarrolla en torno al cuento que le da título, por lo cual se recomienda su lectura previa. Es un relato corto que con los recursos tradicionales del género del terror señala una crítica audaz que apunta hacia fuentes de horror contemporáneo, lo cual resulta

desafiante para los lectores ajenos al nicho propio de tal género, que no suelen estar dispuestos a acompañar a un autor en su propuesta de un mundo habitado por demonios, brujas, autómatas malignos, muertos vivientes, fantasmas, hechizos. Pero sabemos que un buen texto literario busca seducir al lector más allá de sus creencias e incluso al margen de sus afinidades estéticas, pues lo más interesante de una obra ocurre cuando es capaz de mostrarnos lo que no habíamos visto aun teniéndolo muy cerca, o cuando nos lleva a mirar aquello en lo que tal vez no nos habíamos detenido a pensar, o al menos no de esa manera. Y es que, además, en un mundo plagado de horrores, resulta por lo menos intrigante que el terror en la literatura conserve el atractivo con el cual sus elementos fantásticos terminaron de fraguar el género hacia el siglo XIX. ¿Y no era Satán una cándida fantasía? ¿Acaso no es lo real lo que nos demanda hoy con urgencia?

Tras la primera lectura de Antártida, de la irlandesa Claire Keegan, tenemos un cuento acerca del Diablo. Un demonio de carne y hueso que se apropia de la vida de una mujer cuya curiosidad ella ha escuchado. Toda una convención, reclama nuestra experiencia lectora. Pero al ir más despacio vamos encontrando de qué modo la autora construye una estructura que casi en cada párrafo juega con la expectativa del lector, fino acierto en la búsqueda de la tensión narrativa: te diré algo que va a despertar en ti la sospecha de una amenaza, inevitablemente entrarás en una atmósfera densa donde esperas que llegue o aparezca el Mal, y sin embargo verás que mientras la historia avanza los personajes se mantienen a salvo. Todo parece ir incluso bastante bien: hay una mujer casada que es feliz, y es tan libre, o su esposo tan complaciente, que no hay reparos en que ella viaje sola a la ciudad; ella, siguiendo su deseo, consigue un amante que es generoso y galante a tal punto que afirma: “toda mujer necesita ser cuidada”. Justo lo que hemos aprendido a juzgar como bueno, en un marco en el que una aventura excepcional parece que no causará un daño.

En los puntos en que el lector espera encontrarse con motivos tradicionales del miedo, aparece lo contrario. Mencionaré solo los más notorios; el buen observador encontrará varios más: hay un gato de actitud extraña, pero no es negro sino blanco; surge el infierno como tema, pero no está cubierto de fuego sino de hielo (o bien, es un lugar lleno de amigos, en absoluto solitario). El principal sospechoso es amable, sensual, cuidadoso; la doncella, de quien se espera sea ingenua o servil, parece en cambio ser quien toma la determinación en casi todas las acciones, casi parece dueña de sí. Él la conduce hacia un bosque negro en el que no obstante no se manifiesta el peligro, como tampoco ocurre mientras ella está desnuda en la tina y él la acompaña frente al espejo con una navaja en la mano, una escena tan libre de amenaza como un documental acerca de la Antártida y sus exploradores. El peligro no está donde crees, no está donde lo esperas, sentimos estar leyendo entre líneas.

Cuando el lector llega al final de la historia corrobora que el cuento es sólido en su nivel de compromiso con la fantasía. Aunque no exhibe pezuña, ni cuernos, ni rabo, podemos ver nítido al Diablo saliendo de ese apartamento en el que ella está desnuda y amordazada cerca de una ventana abierta. Él sale a trabajar, y hasta podríamos oír a nuestras abuelas católicas insistiendo en cuán duro trabaja el Diablo. Pero, influidos por las direcciones que la autora ha sugerido a través de la estructura, nos vemos llamados a buscar la fuente del horror en un lugar distinto al de esa presencia maligna. Recordamos el mundo real en el que nadie puede decir con suficiente credibilidad que ha visto a Belcebú, y en el que en cambio sigue habiendo mujeres encerradas eternamente por hombres que dicen amarlas o cuidarlas. Y van saliendo a flote en el relato otras pistas que nos cuestionan acerca del mal verdadero; nos reencontramos con todo aquello que parece lo opuesto, aquello en lo que se nos ha enseñado a confiar y de donde nunca esperaríamos una fuente de horror. Y podemos encontrarlo desde la primera línea: una esposa feliz. Más adelante la veremos recordando “los cuartos desordenados y revueltos, los pisos sucios, las rodillas lastimadas y un vestíbulo con bicicletas y skates” como el lugar al que retornará en cuanto vuelva a su hogar, y de algún modo podemos verla encerrada adonde vaya. El propio amante, tan cercano al galán de telenovela, le dirá al final: “No es lo que crees. No es para nada eso. Te amo. Trata de comprender”. Sí, calificada por él como salvaje, es ella quien no comprende lo suficiente (¡son tantas las fuerzas del amor!). Así que, visto el conjunto de los elementos que nos propone esta historia, recordamos que lo terrorífico no consiste en la ontología de lo preternatural, no plantea en realidad si un demonio vive o no entre nosotros secuestrando almas a través de la tentación; el horror verdadero surge al voltear la vista hacia el mundo real y encontrar en él a mujeres salvajes y sumisas, casadas y solteras, felices e infelices, encerradas eternamente por hombres que van por las calles sin tridente pero sí con una billetera abierta.

El mal no está donde lo vemos, sino donde no lo vemos, creo que nos dice Keegan con su Antártida. Está justo delante de nuestros ojos, allí donde no reparamos por la fuerza de la costumbre, bastante lejos de los lugares sin luz en los que se nos ha dicho que habita y actúa. No en vano, una revisión filológica en torno a la noción de lo siniestro plantea nexos sugerentes entre lo familiar y lo desconocido, entre lo íntimo y lo oculto, tal como nos deja ver Freud en su ensayo Lo siniestro. Ambas, lecturas de especial interés para pensar en el potencial del terror como recurso en la búsqueda estética que subyace al diálogo con el presente, propio de toda escritura, pues se trata de un género capaz de traer a la vista la maldad que en el registro de lo verídico y lo realista casi se nos va haciendo paisaje. A mi modo de ver, los motivos del terror usados con consistencia pueden ofrecer ricas posibilidades para mantener despierta una actitud de sospecha con respecto al mal que hemos naturalizado hasta el punto de no considerarlo tal, en este mundo de carne y hueso donde el genuino terror sí es palpable; el universo de las armas, el hambre y el hastío, los virus, cada noche sin fin.


Lucía H Rodríguez