Notas a propósito de un himno deconstruido


Durante el paro nacional que vivimos en Colombia desde hace más de tres semanas la música ha tenido, a mi modo de ver, una presencia más extendida y más visible que en otras manifestaciones recientes. Incluso en grandes cadenas radiales se han escuchado composiciones que llamaremos de urgencia, entendiéndolas como creaciones que responden a ese impulso expresivo que nos reclama desde la agitación en las calles. Una muestra: la canción Esto que está pasando, pasará, del Grupo Bahía, que incluye al final las notas del himno nacional con la promesa del bien que habrá de germinar sobre las huellas del dolor. Pero muchas más piezas de urgencia vienen circulando a través de las redes sociales, recordándonos el lugar de la música en la experiencia espiritual del vivir en sociedad. Hoy quiero compartir con los lectores la escucha desglosada de una de estas piezas, que recoge la animosidad propia de la música tanto en la tradición del himno nacional, como en la de la llamada Canción protesta.

Todos podemos dar cuenta del modo en que, entre todas las expresiones del arte, la música guarda una conexión muy profunda, y también muy íntima, con nuestra vida emotiva. Por eso existen la banda marcial y la música religiosa; por eso, durante las cuarentenas muchos hemos encontrado refugio en melodías y canciones que nos llevan hasta lugares en los que fuimos felices o estuvimos sobrecogidos, y, por eso mismo, hay músicas que trascienden con vida propia décadas, geografías y causas, en la medida en que son capaces de recoger un sentir único que se renueva en la concurrencia histórica de las crisis sociales. Un ejemplo emblemático es el de la Nueva Canción Chilena, presente en la pieza que nos proponemos escuchar hoy de manera conjunta.

Hablaremos del Himno deconstruidocompuesta por David Gaviria para La Revolucionaria Orquesta Sinfónica, de Medellín. Recomiendo al lector que primero escuche la pieza completa por lo menos una vez, y que luego sí la escuchemos por partes. Quiero comenzar por el nombre mismo, que, aunado al epígrafe que podemos leer en el video, señala una intención creadora antes que demoledora. Deconstruir implica analizar, descomponer los textos y los discursos para encontrar las contradicciones sobre las que se estructuran sus principales ideas que casi siempre se esgrimen como inobjetables. Sabemos que un himno en general tiene una función conmemorativa y de exaltación, y que un himno nacional, en particular, busca glorificar la historia oficial de una nación. Mediante el himno nacional se fija una representación musical y lírica en función de un sentimiento de identidad y por lo tanto de cohesión para una comunidad. En tal sentido, el primer signo que cabría analizar en un himno nacional consiste en que siendo un poema, sea al mismo tiempo una marcha, evocando la guerra como el motivo central que nos vincula como país.

Dicho motivo se presenta en crisis en nuestro Himno deconstruido desde el momento mismo en que la estructura será fijada por la melodía de una canción protesta muy popular, esto es, un canto que se hizo famoso por las voces que lo repitieron espontáneamente a lo largo de los años y no por decreto. Será, por cierto, el único canto presente en todo el himno. Las primeras notas que oímos corresponden en efecto a la melodía de El pueblo unido jamás será vencido (1973), canción de la agrupación chilena Quilipayún, cuya música fue compuesta por Sergio Ortega Alvarado. Evoca también una marcha y con ella la promesa del futuro: el tiempo que escuchamos allí es el de la preparación hacia una lucha. Acto seguido escuchamos el momento de la congregación del pueblo, al que le siguen notas optimistas de trombón y clarinete, seguidas a su vez por la tensión de los violines; las voces se aúnan, las trompetas llaman, la tensión se acrecienta. En el minuto 1:15 escuchamos un silencio, que le da entrada a la melodía que reconocemos como el comienzo del himno de Colombia: una frase de dos líneas que se repite cuatro veces. En este segundo momento del himno en deconstrucción podemos escuchar la primera línea sonora tal como siempre la hemos oído, y en la línea que le responde aparecen las transformaciones que cumplen con la función de llevarnos a un lugar distinto con apenas algunos cambios: sí, es el himno que aprendí a cantar desde el colegio, pero de repente esta república comienza a evocar más a la princesa Leia que a los eternos presidentes, y, con esta intriga, esta incomodidad en la memoria de nuestro oído, entramos en el tercer momento de la deconstrucción del himno.

A partir del minuto 1:50 identificamos la melodía en el coro del himno colombiano, pero los colores de sus notas son otros: el lugar familiar en nuestra memoria acústica ha sido desdibujado, la emoción vinculada a la nación está desorientada y nos fuerza a preguntarnos qué está cantando este himno, qué es lo que nos dice (y por qué seguimos viendo pasar las Tropas de Asalto del Imperio Galáctico). Hacia 2:17 entramos en el cuarto momento de esta práctica de deconstrucción: un violín y un fagot reinterpretan el drama intrínseco en la memoria compasiva, la ternura y la esperanza que dan contenido a nuestra idea de un 'pueblo'. Sobre la línea que cantaríamos mentalmente diciéndonos que el bien está por germinar, van resonando las tensiones de los violines y entran nuevamente los redobles y las trompetas marciales en 2:42, situándonos de lleno en una de las frases más famosas en la caricatura de la maldad, el llamado militar de la República en la banda sonora de Star Wars. Ni la guerra ni la patria son algo sagrado, parecemos oír entonces; pero no lo diremos dinamitando un himno que también cuenta una historia en común, sino reinventándolo, forzándolo hacia nuevos significados, nuevas sensaciones, otras luces. Dentro del mismo impulso de esta marcha que ha llevado nuestra expectativa hasta el desconcierto, van entrando a partir de 2:56 nuevamente las notas del himno nacional, sin que se apaguen al fondo las trompetas de la caricatura; el mal sigue circundando, pero no es necesariamente ese mal que se erige como el verdadero en los discursos oficiales: hay más de una función en el recurso a la caricatura. En el minuto 3:00 entramos de nuevo a las frases iniciales del himno nacional, con sutiles variaciones que nos recuerdan que estamos en un lugar nuevo, desconocido, hasta el punto en que la melodía nos recibe en el minuto 3:15 con las notas de aquel otro himno del comienzo, el de la canción que nació en Chile durante los años 70. De nuevo la marcha, la lucha muy cerca en el porvenir, con todo su peso y su brío, dando paso en 3:41 a las consignas ahora en voz de toda la banda, toda la orquesta, completando la promesa: no será vencido el pueblo que logre mantenerse unido. Vemos alzados los instrumentos, los cuerpos encarnan el ímpetu de las voces, cada obrero impugnará la historia con sus propias herramientas: vemos aquí los brazos blandir el violín, el fagot, el saxo, el arco, la batuta. Hacia el minuto 4:13 todos callan y oímos entonces hasta el final sólo el tintineo del platillo que evoca tal vez el pulso del segundero, el tiempo como una fuerza viva que trasciende las voces mismas; la continuidad, y el espacio para otros sonidos por venir.

Hasta aquí la interpretación que hago de este ejercicio de deconstrucción, solamente desde mi experiencia de escucha. A partir de ella, confieso que tengo reservas con la predominancia del futuro como el tiempo que es propio de los menos favorecidos, que de paso habla del lugar en el cual esta sociedad sitúa a los jóvenes: la espera sin fin del bienestar siempre postergado. Lo enunciaba la primera canción que compartimos en este post: “Esto que está pasando pasará”. Al dictador ya se le había cantado que a pesar de él mañana iba a ser otro día; “No pasarán!”, también ya ha sido dicho. Y lo canta el coro citado, una de las más extendidas arengas en todo el mundo: si en el presente el pueblo satisface una condición, ya recibirá en el futuro la redención de la victoria. Tal cual como dejó dicho Guevara: “Hasta la victoria, siempre!” (“Re-sis-tencia!-Re-sis-tencia!”) Y a pesar de los resultados electorales más recientes en Chile, alentados, sin duda, por la fuerza anímica de la canción social a lo largo del tiempo, desconfío de este aliento anclado en el futuro, que veo asociado a la promesa del cristianismo, aprovechada durante siglos para justificar el sufrimiento del presente: el reino de los cielos será para los pobres. Y si bien el propósito de este post no es analizar ni cuestionar las arengas, expresión también del modo en que la música acompaña nuestra experiencia espiritual de la vida en sociedad, sí quiere dar cuenta de que otras piezas de urgencia además de orientarse hacia el futuro le cantan también al presente. A manera de muestra, sólo un par, entre las muchas que cada lector venga recogiendo de su cosecha sonora durante las búsquedas a las que todos nos hemos visto llamados durante estas últimas semanas. No más, de Esteban Rojas, La nueva luz del diamante, y el corto Desolvido, de Andrés Roa, musicalizado por Adriana Lizcano y Edson Velandia.

Este post quiere proponer una reflexión sobre la voluntad de escuchar, como una habilidad trascendental para abordar las crisis que viven las sociedades en el devenir de su historia. La insistencia en una apertura hacia la escucha de músicas distintas a las que hemos oído desde siempre, no sugiere que esté mal que nos guste repetir las canciones que más disfrutamos, ni saltar los cantos que más nos mueven. Pero escuchar repetidamente no es sólo una experiencia lúdica; además de ello es útil, y es necesario que escuchar repetidamente también sirva a la práctica de la atención, en un mundo en el que vivimos aferrados a nuestras opiniones y gustos como a verdades reveladas. Al ejercitarnos en oír de verdad lo que tanto suena, mirarlo, atender a él y volver a preguntarnos qué es lo que nos dice eso que repetimos, bailamos, cantamos y gritamos, al ejercitarnos en esa práctica del oír atentamente y más allá de lo que suena en nuestros audífonos, vamos comprendiendo hasta qué punto una escucha abierta es acuciante para todas las sociedades durante sus tiempos de crisis.


Coda: por estos días hemos visto en varias congregaciones, algunas pequeñas y otras inmensas, el canto y el baile de este coro en ritmo de salsa choke: Stop! Uribe, paraco hijueputa. Es cierto que hasta hace muy poco tiempo dicha experiencia sonora era algo impensable, y aunque tal diferencia pueda traducirse como un cambio positivo para nuestra sociedad, al mismo tiempo nos fuerza a preguntarnos sobre la comprensión de nuestra historia reducida a un cono en el que resuena como un eco de balacera esta díada eterna: “guerrillero!” “paraco!”. El arte se esfuerza por sacarnos de esta falsa dicotomía en que nos vemos a nosotros siendo un pueblo de matones.


Lucía H Rodríguez