Cervantes, Borges y la traducción (y coda viral)

Salvador Dalí. De la colección
de litografías sobre el Quijote

En la navidad de 1938, al subir una escalera, Borges se abrió la cabeza con el batiente de una ventana. El golpe le produjo una herida que derivó en una terrible septicemia que lo sumió en una especie de locura y que casi lo lleva a la
muerte. Cuenta el autor argentino en su Autobiografía que, ya convaleciente y temiendo haber perdido parte de sus facultades intelectuales, se vio en el apuro de volver a escribir. Dado que su carrera de escritor la había dedicado primordialmente a la creación poética y al ensayo, decidió intentar algo nuevo como un cuento: si salía mal, no era tan grave porque no era ducho en la escritura de narraciones; si funcionaba, podría retomar su carrera de escritor. De tal ejercicio salió “Pierre Menard, autor del Quijote” que se convertiría en uno de los cuentos más influyentes en la literatura contemporánea. Pero además, con “Pierre Menard” Borges signa su obra narrativa, desde el inicio, como una obra profundamente cervantina. Buena parte de su poética está fundada en el Quijote, uno de los primeros textos en los que se delinea el complejísimo paisaje de la metaficción, aspecto primordial en la narrativa de Borges. Y dentro del entramado de la metaficción, el problema de la traducción es quizá uno de los más interesantes, no en vano el Quijote es presentado como una traducción de un texto árabe y, en el cuento de Borges, “Pierre Menard” reproduce el Quijote, tres siglos después, en una traducción imposible que lo replica palabra a palabra sin ser una copia. Para los dos autores, la traducción es un arte en algunas ocasiones loable pero en muchas otras, sospechoso, dada la facilidad con la que cae en el fracaso y la falsedad.

En la segunda parte del Quijote se nos dice que don Quijote, al entrar a una imprenta en Barcelona, se encuentra con un traductor italiano al que le dice:

—Osaré yo jurar —dijo don Quijote— que no es vuesa merced conocido en el mundo, enemigo siempre de premiar los floridos ingenios ni los loables trabajos. ¡Qué de habilidades hay perdidas por ahí! ¡Qué de ingenios arrinconados! ¡Qué de virtudes menospreciadas! Pero, con todo esto, me parece que el traducir de una lengua en otra, como no sea de las reinas de las lenguas, griega y latina, es como quien mira los tapices flamencos por el revés, que aunque se ven las figuras, son llenas de hilos que las escurecen y no se ven con la lisura y tez de la haz; y el traducir de lenguas fáciles ni arguye ingenio ni elocución, como no le arguye el que traslada ni el que copia un papel de otro papel. Y no por esto quiero inferir que no sea loable este ejercicio del traducir, porque en otras cosas peores se podría ocupar el hombre y que menos provecho le trujesen. Fuera de esta cuenta van los dos famosos traductores: el uno el doctor Cristóbal de Figueroa, en su Pastor Fido, y el otro don Juan de Jáurigui, en su Aminta, donde felizmente ponen en duda cuál es la traducción o cuál el original. 

Aparte de señalar este pasaje como uno de los que pudo inspirar directamente el “Pierre Menard” de Borges, y dejando de lado la mención a la traducción entre lenguas hermanas o “fáciles”, en la cita se condensa una pequeña teoría sobre la traducción. Para Cervantes, haciendo suyos los pensamientos de don Quijote, la traducción opera de dos maneras: por un lado opaca el texto original, le quita definición (el envés del tapiz) y por otro, le aporta ruido (hilos que oscurecen). En otras palabras, la traducción peca al mismo tiempo por sustracción y por adición; quita elementos originales y aporta elementos extraños. 

Cervantes no es inocente en este pasaje y al hablarnos sobre la traducción nos está hablando del Quijote mismo, de su propia mano y de la manera en que va entendiendo la naturaleza del texto literario mientras escribe la obra. Ya no lo entiende como un texto limpio y diáfano sino como un texto que se presenta como una acumulación de capas que ensucian un texto original (existente o ficticio). Así, en el Quijote, Cide Hamete Benengeli ensucia las fuentes históricas en su texto sobre el Quijote, que a su vez es ensuciado por la traducción del moro, que es ensuciado por el narrador que edita el texto final, que es ensuciado por un Cervantes que se presenta en la tapa y en el prólogo como autor de la novela. Ensuciar se puede intercambiar por traducir porque cada paso es una forma de traducción. Es la idea de una metafísica de la literatura en la que el texto literario se presenta como un texto polifónico que pone varias voces en tensión, un texto que se construye por capas que lo hacen vibrar y lo vuelven brumoso. Así, de una manera elegante, Cervantes nos dice que la historia de don Quijote es real porque procede de fuentes primarias fidedignas pero que él es el autor de la novela porque es el que en grado máximo la ha contaminado, diría Vila-Matas, de pura literatura. Cervantes no lo podía ver pero ese juego a partir de la traducción es lo que le va permitiendo a la novela de Cervantes perder el peso de la realidad para ganar literariedad.

La idea de quitar y añadir ya había aparecido al principio del Quijote cuando el narrador-editor cuenta la manera en que encuentra en un mercado los cartapacios en árabe con la historia de don Quijote. Al conseguir luego un traductor moro que se los vuelva al castellano, le dice que lo haga “sin quitarles ni añadirles nada”, como el deseo de una traducción perfecta, imposible. Pero es todo un engaño con el lector: la novela misma se presenta como una mezcla (ficticia, claro) de textos traducidos, notas del redactor original, notas del traductor y largas digresiones e historias del narrador-editor (como la misma en la que cuenta cómo encuentra los cartapacios donde está la historia de don Quijote, que no estaría en los cartapacios mismos). El Quijote vendría siendo ese tapiz vuelto de revés en el que se ven enormes hilos negros y que ha perdido (con respecto a esas fuentes originales) “la lisura y la tez de la haz”. 

Borges no se aleja mucho de estas ideas. En una conversación para la radio francesa con George Charbonnier, en 1965, al responder sobre la calidad de las traducciones de su obra nos dice:   

He tenido, digamos, algunas pequeñas dificultades, pequeñas molestias, al leer las traducciones inglesas y alemanas. En inglés hay visiblemente una trampa. Usted sabe que el inglés dispone de un doble registro. Incluye palabras germánicas y palabras latinas. El traductor inglés de un texto español tiende, por respeto, a traducir con la ayuda de las palabras latinas. Esto puede hacer que la traducción sea un poco pedante. Invento un ejemplo: imaginemos que escribo en español una habitación oscura. Si el traductor inglés traduce an obscure habitation escribe en una especie de jerga, ya que la frase es absolutamente artificial en inglés. Creo que en este caso debería traducirse simplemente, con palabras sajonas, a dark room. Es bien sencillo y natural en inglés. Pero como el traductor ve la palabra oscura, sólo le viene a la mente «obscure», y habitación le hace pensar en «habitation». Tiende, pues, a traducir an obscure habitation. Esto suena falso y da al texto un aire pedante que no tiene el texto original.

Ese aire pedante es el ruido, los hilos oscuros que muestra una traducción respecto de su original. Aquí Borges concuerda con Cervantes: la traducción quita elementos y pone otros; en su ejemplo, quita naturalidad y adiciona falsedad. Y en el fondo de este pasaje se deja ver cierta crítica velada a alguno de sus traductores, como si sintiera que por ser identificado como un autor de literatura fantástica sus traducciones tendieran a sonar como narraciones simbolistas, con un registro más cercano a Edgar Allan Poe, por ejemplo. En otras palabras, vistas por su revés en el que se notan oscuras hilachas.

Con respecto a su obra, Borges desconfía de la traducción, que quita y pone, pero ese quitar y ese poner son fuente innegable de literatura y Borges no solamente lo sabe sino que lo celebra. En un magnífico ensayo de 1936, Borges examina varias de las traducciones europeas de Las mil y una noches. El ensayo, “Los traductores de Las mil y una noches”, que prefigura varios de los cuentos borgianos posteriores dedicados a autores apócrifos y a obras ficticias, se centra en cómo las traducciones de esa obra árabe han generado como tal libros casi completamente diferentes a los originales. Por ejemplo en la primera versión al francés, Jean Antoine Galland, por un lado, le quita toda la dimensión erótica de la obra original, cargada de lascivia y, por otro, le añade no solamente el decoro europeo del siglo XVIII, sino un montón de cuentos que no estaban en el original, como el famoso cuento de Aladino y la lámpara o el de Alí Babá y los cuarenta ladrones. Tan famosos que incluso las traducciones más avaladas de la obra en la actualidad no dejan de incluirlos, así no hagan parte de la obra árabe original. Y aunque Borges señala estas mutilaciones y añadiduras desde su papel de crítico, no deja al mismo tiempo de maravillarlo el hecho de que el ejercicio de traducción suponga tantas tentaciones creativas y arbitrarias.

Vimos arriba cómo Cervantes, aunque expresa sus reservas hacia la traducción, al final ve en ella una de las fuentes de la literatura. El Quijote no sería el Quijote si no estuviera entretejido en ese laberinto, muchas veces contradictorio, de versiones, notas y comentarios, donde incluso los personajes leen esas mismas versiones y las comentan. Y en Borges encontramos lo mismo, una aprensión a la traducción, al mirar su propia obra, pero desde la perspectiva de la creación literaria la traducción es para él fuente de literatura y tema recurrente no solo en sus ensayos sino en sus cuentos. Y deberíamos volver al “Pierre Menard”, un cuento sobre una traducción en la que no se ve el envés del tapiz y sus numerosos hilos porque es idéntica al texto original, pero en el que Borges desliza en medio el problema de la recepción: el Quijote leído en el siglo XVII no es el Quijote leído en el siglo XX, son dos textos diferentes como lo son inevitablemente un texto y su traducción.

Y, curiosamente, es la traducción también lo que hace que la relación entre Cervantes y Borges no sea tan cordial como se pudiera suponer. Aunque Borges aceptara siempre la irrefutable influencia de Cervantes, no por ello cejará en sus críticas. Siguiendo a su compatriota Leopoldo Lugones, dice que el estilo es una de las grandes debilidades de Cervantes y remata en su Autobiografía contando que la primera vez que leyó el Quijote lo hizo en una versión inglesa que había en la biblioteca paterna y que, años después, cuando puedo leer el Quijote original en español, le pareció una pésima traducción del inglés.


P.S.

El borrador de este post lo había escrito al filo del abismo, antes de la cuarentena. De ahí su aparente candor. Pero algo se podría sacar de él en estos momentos. Toda traducción es un intento de comprensión y, si llegamos a salir de estos tiempos hacia uno mejor, algo que estamos obligados a plantearnos es cómo estamos comprendiendo a los otros. La falta de comprensión o, mejor, la renuncia a la comprensión del otro es una de las características de nuestras terribles sociedades y hace parte del conjunto de causas que nos tienen en esta crisis. Así que ante la pregunta por la comprensión del otro deberíamos pensar qué tanto quitamos y qué tanto añadimos. Qué tanto niego del otro y qué tanto le añado de mí. Quitar y poner sin más, sin atender a qué se quita y qué se pone, siempre va a ser más cómodo que el esfuerzo de entender, y renunciar a comprender es renunciar a conocer.


G. Serventi

Bibliografía

Charbonnier, Georges (1967). El escritor y su obra. Entrevistas de Georges Charbonnier con Jorge Luis Borges. México D.F. Siglo XXI Editores.
Borges, Jorge Luis. (1999). Autobiografía. Buenos Aires. El Ateneo. 
Borges, Jorge Luis. (2014). Obras completas. Tomo I. (1923-1949). Edición crítica. Bogotá. Emecé.
Cervantes, Miguel de. (2004). Don Quijote de la Mancha. Edición del IV Centenario. San Pablo. Alfaguara.