Lecturas perpendiculares


En periodos de aislamiento que apenas comenzamos a vivir (porque parece que en la tercera semana de marzo de 2020 no estamos más que subiendo el primer nivel de un edificio oscuro cuya cantidad de pisos desconocemos), luego de las sustracciones de tiempo que hagan
la televisión, Netflix, los videojuegos y la cama, la lectura se convierte en
una posibilidad excelente para derribar o desdibujar todos los muros. Y con respecto a qué leer, la verdad es que “no hay libro tan malo que no tenga algo bueno” como le decía un bachiller a don Quijote, pero en la parte más añeja de la biblioteca, redondeando así el guiño, no solamente se encontrarán las mejores opciones sino además la oportunidad inmejorable de hacer una que otra relectura.

Solemos repetir canciones una y otra vez, no es raro que repitamos más de una vez alguna película y de ser posible hasta iríamos más de una vez al teatro para ver la misma obra. Antes, digo. Pero es más raro que la gente repita los libros que ha leído. Según una idea un tanto perversa pero más bien extendida, leer un libro es ya todo un logro ¡qué será, pues, releerlo!, ¿qué sentido tiene? Pero se olvida, y en realidad poco se dice, como si con ello se atentara contra la salud editorial, que las obras literarias (las que tienen la intención de serlo) están escritas para ser leídas al menos dos veces. Porque releer no es simplemente recordar, es interpretar un texto con las herramientas con las que el texto mismo ha dotado al lector en una primera lectura.

Y es que habría que hablar de dos geometrías de la lectura. Una es la de la lectura horizontal, que va de la primera página a la última y en la que el lector va contando el volteo de las páginas, a las que se suma su ansiedad por el qué va a pasar, el cómo va a terminar o qué idea es la que el texto busca. En esta lectura el lector sólo ve el texto como un camino, como un ducto por el que fluye su lectura. ¿Entrará Aquiles a la guerra? ¿Se curará de sus locuras ese chiflado lector? ¿Tendrá el escudero su ínsula? ¿Encontrará Arturo a Alicia? ¿Será culpable el señor K? Tal vez aquí se privilegie la lectura de narrativa, pero no se excluyen otros géneros en los que en la primera lectura se está siempre al acecho de un fin, de una resolución de algún tipo, descriptiva, dramática, argumentativa o filosófica.

La segunda lectura es otra cosa. Desprendida de la ansiedad del lector manipulado por su curiosidad, la geometría de la segunda lectura ya no es la de una senda o un pasillo, sino la de un tronco que se ramifica constantemente, o la de un jardín de jardines con numerosos senderos que se bifurcan. La segunda lectura ya no posee el impulso de ir hacia adelante sino el deseo de ir hacia el fondo. No es la lectura que asfalta su tiempo con letras sino la lectura que rompe la superficie del texto para mirar qué tanto hay ahí dentro. Ya no nos importa de dónde viene y a dónde va don Quijote, sino que nos detenemos para preguntarnos qué significa que don Quijote y Sancho se enteren de que ha sido publicada una primera parte del Quijote. En este caso, en una primera lectura la extrañeza tal vez resalte más el carácter absurdo, el juego y la comicidad de los personajes leyéndose como personajes y haciendo una de las primeras críticas literarias a la obra de la que ni el mismo Cervantes podía saber en qué iría a parar. Pero en una segunda lectura, sin desdeñar todo esto, el lector que va a lo profundo puede encontrar cómo ahí se están fundando los principios de la literatura moderna. Cómo ese diálogo de don Quijote con el estudiante Carrasco, el mismo que le dice que no hay libro malo, es un diálogo fundacional de lo que será la novela futura, una novela que ya no dejará de ser consciente de sí misma como novela; una escritura que no dejará de saberse primero como escritura. Y cada lector en sus relecturas encontrará otras cosas. La segunda lectura le permite al lector enfrentarse a su propio sentido, y estará, o sentirá estar, más cerca del autor, en una especie de comunicación, simulada pero significativa, con esa otra mente que está del otro lado del texto.

Cortázar había propuesto en Rayuela, con una visión más bien corta y de escasa corrección terminológica, la expresión de lector-macho o lector-cómplice, opuesto a lector-hembra, para reclamar un lector capaz de comprender no solo los desarrollos convencionales de la novela sino los “rumbos más esotéricos” que esta pueda sugerirle. Definida de diverso modo, Umberto Eco propone una dupla terminológica alternativa: lector semántico y lector semiótico. El primero es aquel que está atento a la superficie lingüística y no es capaz de penetrar más allá de la historia o fabula, mientras que el lector semiótico es el que está atento a los mecanismos que hacen funcionar el texto como una máquina productora de sentidos. Y sin llegar a vincular estas oposiciones con el grado de ilustración o ignorancia del lector, podríamos decir que es la relectura lo que convierte al lector semántico (espécimen típico de las primeras lecturas) en un lector semiótico. Porque estos no son lectores que se excluyen sino más bien dos posibilidades de la lectura: la primera, como una lectura menos informada (se va conociendo la obra mientras se va leyendo) y más dispuesta a la sorpresa y a las emociones fuertes, más contemplativa si se quiere; la segunda, más sosegada, más reflexiva, va abriendo todas las puertas y ventanas que, al decir de Cortázar, le va sugiriendo la lectura, y encuentra su placer en la multiplicación de sus sentidos, en las resonancias internas y en los diferentes paseos intertextuales que proyecta con otras obras, otros discursos y con ella misma. Es una lectura perpendicular en el sentido de penetrar su superficie para adentrarse en su profundidad.

Las segundas lecturas no se parecen nunca a las primeras lecturas, no son repeticiones de una lectura previa. La relectura es tal vez la manera en que nos acercamos más a la experiencia estética de la literatura, y con estética me refiero aquí a profusa en sentido. Valga la pena, por ello, en estos días en los que vemos que el mundo no parece más que una macabra y frágil ilusión, volver a la literatura y a esa experiencia que apenas iba a comenzar cuando acabamos de leer un libro por primera vez.


G. Serventi