
la televisión, Netflix, los videojuegos y la cama, la lectura se convierte en
una posibilidad excelente para derribar o desdibujar todos los muros. Y con respecto a qué leer, la verdad es que “no hay libro tan malo que no tenga algo bueno” como le decía un bachiller a don Quijote, pero en la parte más añeja de la biblioteca, redondeando así el guiño, no solamente se encontrarán las mejores opciones sino además la oportunidad inmejorable de hacer una que otra relectura.
Solemos repetir canciones
una y otra vez, no es raro que repitamos más de una vez alguna
película y de ser posible hasta iríamos más de una vez al teatro
para ver la misma obra. Antes, digo. Pero es más raro que la gente
repita los libros que ha leído. Según una idea un tanto perversa
pero más bien extendida, leer un libro es ya todo un logro ¡qué
será, pues, releerlo!, ¿qué sentido tiene? Pero se olvida, y en
realidad poco se dice, como si con ello se atentara contra la salud
editorial, que las obras literarias (las que tienen la intención de
serlo) están escritas para ser leídas al menos dos veces. Porque
releer no es simplemente recordar, es interpretar un texto con las
herramientas con las que el texto mismo ha dotado al lector en una
primera lectura.
Y es que habría que
hablar de dos geometrías de la lectura. Una es la de la lectura horizontal, que
va de la primera página a la última y en la que el lector va
contando el volteo de las páginas, a las que se suma su ansiedad por
el qué va a pasar, el cómo va a terminar o qué idea es la que el
texto busca. En esta lectura el lector sólo ve el texto como un
camino, como un ducto por el que fluye su lectura. ¿Entrará Aquiles
a la guerra? ¿Se curará de sus locuras ese chiflado lector? ¿Tendrá
el escudero su ínsula? ¿Encontrará Arturo a Alicia? ¿Será
culpable el señor K? Tal vez aquí se privilegie la lectura de
narrativa, pero no se excluyen otros géneros en los que en la
primera lectura se está siempre al acecho de un fin, de una
resolución de algún tipo, descriptiva, dramática, argumentativa o
filosófica.
La segunda lectura
es otra cosa. Desprendida de la ansiedad del lector manipulado por su
curiosidad, la geometría de la segunda lectura ya no es la de una
senda o un pasillo, sino la de un tronco que se ramifica
constantemente, o la de un jardín de jardines con numerosos senderos
que se bifurcan. La segunda lectura ya no posee el impulso de ir
hacia adelante sino el deseo de ir hacia el fondo. No es la lectura
que asfalta su tiempo con letras sino la lectura que rompe la
superficie del texto para mirar qué tanto hay ahí dentro. Ya no nos
importa de dónde viene y a dónde va don Quijote, sino que nos
detenemos para preguntarnos qué significa que don Quijote y Sancho
se enteren de que ha sido publicada una primera parte del Quijote.
En este caso, en una primera lectura la extrañeza tal vez resalte
más el carácter absurdo, el juego y la comicidad de los personajes
leyéndose como personajes y haciendo una de las primeras críticas
literarias a la obra de la que ni el mismo Cervantes podía saber en
qué iría a parar. Pero en una segunda lectura, sin desdeñar todo
esto, el lector que va a lo profundo puede encontrar cómo ahí se
están fundando los principios de la literatura moderna. Cómo ese
diálogo de don Quijote con el estudiante Carrasco, el mismo que le
dice que no hay libro malo, es un diálogo fundacional de lo que será
la novela futura, una novela que ya no dejará de ser consciente de
sí misma como novela; una escritura que no dejará de saberse
primero como escritura. Y cada lector en sus relecturas encontrará
otras cosas.
La segunda lectura le permite al lector enfrentarse a su propio
sentido, y estará, o sentirá estar, más cerca del autor, en una
especie de comunicación, simulada pero significativa, con esa otra
mente que está del otro lado del texto.
Cortázar había
propuesto en Rayuela,
con una visión más bien corta y de escasa corrección
terminológica, la expresión de lector-macho o lector-cómplice,
opuesto a lector-hembra, para reclamar un lector capaz de comprender
no solo los desarrollos convencionales de la novela sino los “rumbos
más esotéricos” que esta pueda sugerirle. Definida
de diverso modo, Umberto Eco propone
una dupla terminológica alternativa: lector semántico y lector
semiótico. El primero es aquel que está atento a la superficie
lingüística y no es capaz de penetrar más allá de la historia o
fabula, mientras
que el lector semiótico es el que
está atento a los mecanismos que hacen funcionar el texto como una
máquina productora de sentidos. Y sin llegar a vincular
estas oposiciones con el grado de ilustración o ignorancia del
lector, podríamos decir que es la relectura lo que convierte al
lector semántico (espécimen típico de las primeras lecturas) en un
lector semiótico. Porque estos no son lectores que se excluyen sino
más bien dos posibilidades de la lectura: la primera, como una
lectura menos informada (se va conociendo la obra mientras se va
leyendo) y más dispuesta a la sorpresa y a las emociones fuertes,
más contemplativa si se quiere; la segunda, más sosegada, más
reflexiva, va abriendo todas las puertas y ventanas que, al decir de
Cortázar, le va sugiriendo la lectura, y encuentra su placer en la
multiplicación de sus sentidos, en las resonancias internas y en los
diferentes paseos intertextuales que proyecta con otras obras, otros
discursos y con ella misma. Es una lectura perpendicular en el
sentido de penetrar su superficie para adentrarse en su profundidad.
Las segundas lecturas no
se parecen nunca a las primeras lecturas, no son repeticiones de una
lectura previa. La relectura es tal vez la manera en que nos
acercamos más a la experiencia estética de la literatura, y con
estética me refiero aquí a profusa en sentido. Valga la pena, por
ello, en estos días en los que vemos que el mundo no parece más que
una macabra y frágil ilusión, volver a la literatura y a esa
experiencia que apenas iba a comenzar cuando acabamos de leer un
libro por primera vez.
G. Serventi
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