Fanny Buitrago y la escritura femenina


El hostigante verano de los dioses es la primera novela de la escritora barranquillera Fanny Buitrago y se publicó cuando ella contaba apenas con 18 años, cuatro años antes de que Cien años de soledad viera la luz. Con esa obra libérrima,
a la vez aguda y refrescante, experimental y crítica, inició una trayectoria literaria que sigue dando frutos sin atender a los caprichos de la fama, una pérdida de tiempo, diría ella, quien ha rehusado participar en compilaciones de narrativa femenina argumentando que aspira a ser leída en virtud de su arte y no de su sexo, y a que su obra sea juzgada por el rasero universal que mide la calidad de cualquier obra literaria: la literatura no es ni femenina ni masculina sino buena o mala, ha dicho; si mi personaje es un árbol, hablará como árbol.

Esta preferencia de Buitrago con respecto a las antologías reunidas desde la perspectiva del género no tendría que ser motivo, a mi modo de ver, para desconocer su nombre en una selección de obras destacadas escritas por mujeres en español y en portugués durante los últimos cien años, tal como hizo la revista Arcadia en su última edición de 2019. Es natural que todo listado sea limitado y la revista misma así lo reconoce, pero ante el innegable reconocimiento que la obra de Fanny Buitrago ha tenido desde el comienzo en otros países y por el que se le sigue estudiando en distintas universidades, llama la atención que su nombre se haya omitido por completo hasta el punto en que ni siquiera se le menciona cuando se trae a colación una anécdota de la que ella es protagonista. En la presentación del listado se cuenta que “un famoso escritor latinoamericano” dijo que “la novela de una escritora era tan buena que parecía escrita por un hombre”. Se trata de Juan Rulfo hablando en efecto de Buitrago y su Hostigante verano, y sospecho que en este recelo por el que se sacrifica el nombre de una escritora importante, sobre todo en el marco del propio listado que reúne la revista, se termina privilegiando al “famoso escritor latinoamericano”, no sé si por pudor de que nos enteremos de quién dijo semejante cosa. Sospecho también que el principal motivo de esta penosa omisión a lo largo de toda la revista es el hecho de que Fanny Buitrago no pertenezca al circuito de las editoriales comerciales. Pero queremos acá hacer a un lado este desacierto y pensar que la curiosidad del lector es más amplia que el mercado. Si Fanny Buitrago contó siempre a Rulfo entre sus afectos cercanos, ¿sería acaso la perspectiva de Rulfo tan pobre como lo sugiere su frase anecdótica?

Según el ensayo El cielo completo: mujeres escribiendo, leyendo (Sara Sefchovich, 2015), Rulfo dijo también que al escribir las mujeres no buscan comunicarse con los demás sino explicarse a sí mismas, afirmación que, puestos a observar a las mujeres que han escrito virtuosamente, puede ser un insumo provechoso para la siempre compleja reflexión en torno a la diferencia. A mi modo de ver, la pregunta por posibles distinciones entre el escribir de hombres y de mujeres puede agotarse en un cliché (Fanny Buitrago diría que se trata de algo más bien reciente), si las tomamos como un hecho y asumimos que responden a un esencialismo biológico o estético. Pero la pregunta puede ser distinta si, en lugar de buscar una esencia, pensamos más bien en las intenciones o búsquedas de unos y de otras ante el acto creativo, tal como lo sugiere la segunda afirmación de Rulfo quien dudo que fuera un lector ingenuo por mucho que, al parecer, no hubiera leído Una habitación propia de Virginia Woolf, que nos recuerda que las circunstancias sí cuentan.

En efecto, aludir a las motivaciones de las mujeres para escribir nos sitúa delante de los lugares que históricamente han ocupado ellas y de las rutinas que allí han aprendido a desempeñar. Y no solamente hablo de la cocina, la alcoba, los lavaderos y costureros como sus ámbitos propios durante centurias, sino también de las posibilidades de diálogo que les han sido dadas y que no acaban aún de transformarse. Permitido y deseable que hablen acerca de qué y con qué interlocutores no es en efecto una cuestión menor: aun hoy en conversaciones cotidianas a las mujeres se les quiere escuchar poco (acompáñame, lector, lleva tu visión conmigo a tu propio entorno; no te resistas a escuchar y observar la intimidad contenida en lo más habitual). No suena entonces a desacierto el parecer de Rulfo cuando afirma que las mujeres escriben (o han escrito, precisaríamos hoy) para explicarse a sí mismas, si a lo largo de la historia sus escenarios y por ende sus temas de diálogo han estado confinados a una intimidad doméstica que orbita alrededor de la autoridad masculina en todos los planos de la vida. Y el contraste se nos presenta entonces como natural: los hombres han escrito desde siempre sabiéndose interlocutores legítimos.

Este lugar de la mujer desde el cual ha despertado su vocación escritora habla de la singularidad que por sí misma toda creación expresa, por supuesto, y contiene la necesidad de comprender ese recorte brutal del mundo que, insisto, todavía hoy se impone a las mujeres por mucho que grandes cambios estén ya en curso. Luego no se trata de una naturaleza o de una esencia que en el arte corresponda a una circunstancia fisiológica y así lo confirma que el caso de nuestra autora sea distinto (distinto a esa generalidad que encierra la etiqueta 'femenino'). Huelga decir que no es un caso distinto porque lo haya dicho Juan Rulfo, sino porque en la literatura de Fanny Buitrago podemos en efecto corroborar el deseo de comunicar que corresponde al arte, antes que todo ese impulso intimista, emotivo e introspectivo que con frecuencia se atribuye a las mujeres y que proviene de su extendida historia de encierro hablando en murmullos cuando no actuando en silencio. Y de aquí emana, a mi modo de ver, una importante razón por la cual la aparición de El hostigante verano de los dioses supone una manifestación tan luminosa, tanto en su búsqueda literaria como en su lectura de la sociedad, que le confiere un lugar destacado en la historia de la literatura colombiana. Quiero traer un par de citas para que las observemos pensando en una adolescente de los años 60 y no exactamente cosmopolita, que en la primera página de su novela declara: “los ríos son viciosos como el hombre y no se secan de vejez, sino de hastío; las tierras fértiles incitan la codicia”. En la voz de distintos personajes, elabora formas de expresión como las siguientes:

“Las urbes populosas y en crecimiento como Bogotá, son devoradoras. Se ceban en el provinciano y siempre piden ¡más...! ¡más...! Chantajean a base de hambre, envidia, frío y deseo sexual. No les basta saberse mimadas por el dinero, como nuestra ciudad de B. Exigen abandono absoluto.”

Creo, en definitiva, que el amor es mi profesión y que sólo perfeccionando ese arte pude conseguir cuanto quise. ¡Es tan excitante ir de hotel en hotel, y de lecho en lecho, sacudiendo de sus letargos de orugas viejas a señoritas bellas todavía, pero mustias por falta de sexo y afecto; desvestir de su altivez a las esposas de los funcionarios rurales; explotar a los viejos pervertidos, enervarlos, y tener una cuenta en el Banco a costa de ellos; hacer despertar el deseo en asexuadas jovencitas y enseñarles mil sutilezas... Es mi compensación al hambre insatisfecha, que me dejara una critaura de talle estrecho que se aumentaba los senos con algodón antiséptico...

“A distancia, cuando nos reuníamos en la «Casa del Pueblo», ingresar en una guerrilla significaba la aspiración más íntima de nuestras mentes; unas idealistas, otras concretas, la minoría exaltadas. Jamás, ninguno, aceptó que la muerte estaba presente en esa aspiración, ataviada del peligro, certera, hambrienta de carne joven”.

No pudo haber sido una damita predilecta por las monjas de un internado quien escribiera de un modo semejante. Podemos ver que en la lectura de su presente vislumbraba y comprendía ya el futuro, tal como ocurre con el ojo de todo gran artista. La adolescente Fanny Buitrago no tuvo reservas para abordar en una misma novela las vivencias de los hombres de las bananeras y la vida en el Golfo, el genio literario, la segregación racial, la violencia y el clasismo, el deseo sexual, el amor y la soledad; escenarios urbanos como un reservado oscuro o un pretensioso café; hombres y mujeres recorriendo desde sus cuerpos y con brújulas propias las tensiones entre la juventud y la decadencia; la amistad múltiple y compleja, atravesada por la imagen de un lobo lamiendo la hoja vertical de un cuchillo enterrado.

Fanny Buitrago reitera en sus entrevistas que tanto su abuelo como su padre fueron determinantes para su vocación, no solo porque llevaron a sus oídos y pusieron en sus manos desde la infancia una amplísima muestra de la literatura universal (con lo cual la mantuvieron además alejada de la cocina) sino también porque la animaron a que fuera fiel a su parecer. Su padre le aconsejó muy temprano que escribiera por lo menos una hoja diaria y así, al cabo de un año, tendría como mínimo 365 páginas escritas, consejo que todavía sigue. Confió en ella y la apoyó cuando decidió abandonar el colegio para dedicarse de lleno a encontrar su voz propia, y la leyó hasta que ella se lo pidió o, mejor, hasta que se lo permitió. En su casa los hijos y las hijas fueron tratados igual y a la hora de leer no hubo reservas con respecto a la edad: la literatura no es infantil, juvenil o adulta sino buena o mala, insiste ella (pese a que durante los últimos años se ha dedicado sobre todo a escribir relatos “que sean permitidos en los colegios”). Y todo esto tuvo que haber marcado el arrojo con el que se lanza en El hostigante verano a recrear un universo habitado por tantos personajes jóvenes, en un mundo que pareciera promover la idea de que la literatura que aspire a la grandeza ha de ser seria, madura, y también que los jóvenes no importan pues su pensamiento es incompleto.

Este panorama demuestra, a mi modo de ver, que no es cierto que los hombres escriban de un modo y las mujeres de otro, luego nadie escribe ni mejor ni peor en razón de su sexo ni de su género. Se escribe de un modo o de otro, con uno u otro propósito y con mayor o menor calidad literaria según la singular experiencia en que la historia (la universal y la personal) sitúa a cada artista. Sospecho que incluso Rulfo así lo entendía. Y, entretanto, a la hora de reunir en un listado las obras más destacadas según un criterio que a diferencia de la calidad literaria puede ser más bien arbitrario ¿qué habríamos de privilegiar en la selección de nombres? La calidad de su obra, claro, pero también ¿su éxito editorial? ¿Su historia personal? ¿Su rentabilidad?

Para concluir, he querido traer de la edición de Arcadia referida un poema cuya lectura me ha resultado inquietante, primero porque evoca escenarios que parecieran predominar más en la vida de las mujeres que en la de los hombres, y segundo porque podría cuestionarnos acerca de si es más valioso para un recuento de obras escritas por mujeres que su situación sea la que también han privilegiado grandes relatos del cine, la televisión y la literatura: mujeres desgarradas, castigadas, sufrientes. Fanny Buitrago, quien ha dicho “yo a todo le doy la dimensión de la montaña”, no pareciera ser una de ellas. Por su parte, la poeta argentina Susana Thénon ha escrito en su poema 'Antología':

Tú eres/ la gran poetisa/ Susana Etcétera?/ mucho gusto/ me llamo Petrona Smith-Jones/ soy profesora adjunta/ de la Universidad de Poughkeepsie/ que queda un poquispi al sur de Vancouver/ y estoy en la Argentina becada/ por la Putifar comisión/ para hacer una antología/ de escritoras en vías de desarrollo/ desarrolladas y también menopáusicas (…)/ porque tú sabes que en realidad/ lo que a mí me interesa/ es no sólo que escriban/ sino que sean feministas/ y si es posible alcohólicas/ y si es posible anoréxicas/ y si es posible violadas/ y si es posible lesbianas/ y si es posible muy desdichadas/ es una antología democrática/ pero por favor no me traigas/ ni sanas ni independientes.


Lucía H. Rodríguez