Paro nacional y sentido común


Durante un enérgico discurso hace ya varias semanas en medio de las manifestaciones sociales que en Chile recién comenzaban, la cantautora chilena Camila Moreno con su niño alzado en brazos insistía en que todo “lo que pedimos es sentido común”.

La sencillez de su mensaje es de una claridad abrumadora: basta distribuir un salario mínimo de cualquiera de nuestros países latinoamericanos en el costo real de los bienes y servicios básicos para recordar que el sentido común no es ninguna utopía. Pero además resulta ser el del sentido común un llamado profundamente elocuente para este mundo posterior a la Ilustración (de ciudadanos libres y letrados) en el que amenazan por igual el terraplanismo, categoría que bien puede acoger un conjunto grueso de peligrosas expresiones como el retorno al fanatismo religioso, siempre tan rentable, y esa radicalización del libre mercado que conocemos como neoliberalismo, en virtud de la cual un Estado convenientemente servil da la espalda a su nación y se consagra a las garantías para el sector privado que cada vez más a sus anchas concentra las riquezas.

El término 'neoliberal' se retomó durante los ochenta precisamente en Chile, que fue puesta al servicio de un experimento socioeconómico con las reformas que Pinochet implementó por encargo del equipo de economistas llamados los Chicago Boys, uno de los rubros en investigación que destinó el Plan Marshall para su amada, la pequeña Latinoamérica. El supuesto éxito del experimento llegó a conocerse como 'el milagro chileno' que treinta años después se desploma (acaso para que no olvidemos que los milagros en sentido estricto no existen), de tal suerte que hoy es el modelo mismo aquello que los chilenos aspiran a transformar mediante el llamado a una nueva Constitución, en vista de que el modelo que implica el ser parte de instancias ajenas como el club de países ricos que es la OCDE renueva la esclavitud en un país mayoritariamente de obreros endeudados y desempleados cada vez más pobres, con la diciente excepción de 300 personas*. El lema de dicho club, “Mejores políticas para una vida mejor”, desemboca en países saqueados como los nuestros exactamente en lo contraio, donde las mayorías viven peor cada vez por cuenta de políticas y dinámicas abiertamente inhumanas.

La OCDE pide como primer requisito a sus miembros “liberalizar progresivamente los movimientos de capitales y de servicios” y en esto consiste lo que indicamos inicialmente como una radicalización del libre mercado. Cuando Adam Smith lo postuló en términos del laissez faire, se basó en la idea de que el principio de la acción humana va a ser siempre el egoismo y que esto, a su modo de ver, es positivo en la medida en que nadie va a obrar de tal modo que a la larga le perjudique. Al hacer entonces cada vez más libres los movimientos de inmensos recursos privados, los mercados mismos se regularán como si hubiese una mano invisible, diría el señor Smith, quien al parecer no contó con que el egoismo no se agota en la supervivencia sino que se fortalece en la avaricia. Con el nuevo aliento que le dio a la perspectiva del capital el aprendizaje de la Guerra Fría (lo rentable que resulta el estigma), el orden conocido por Smith y sus futuros intérpretes llegó a invertirse hasta el punto en que la función del Estado dejó de ser la de trabajar por la riqueza de las naciones y pasó a ser la de proteger al sistema financiero.

Vamos viendo cómo en todos nuestros países resulta claro, de sentido común, que hay un modelo que no está funcionando. En el caso de Chile, el costo de vida llegó a sobrepasar tanto el alcance de los salarios mínimos que la gente tuvo que comenzar a pagar a crédito inclusive gastos diarios como el pan. Dado el desbalance entre el rédito causado con el uso de una inocente tarjeta, por un lado, y el angustioso poder adquisitivo empeñado en el futuro, por el otro, la evidencia del fracaso devino protagonista inicialmente por cuenta de jóvenes que no vivieron la dictadura y salieron sin miedo a organizarse. En ese primer detonante de los jóvenes organizados se hace manifiesta una notable diferencia con el despertar de la manifestación social en Colombia, otro país abanderado del neoliberalismo: aquí no tenemos aún una generación que haya crecido sin miedo, quizás no tenemos ya memoria desde cuándo. Y sin embargo, pese a que somos un país con una largra tradición violenta que permance viva, hoy un amplio sector de su sociedad se presenta transformado tras las evidencias que ha traido el Acuerdo de paz y en el contexto de un extendido acceso a internet, factor que también ha incidido en nuestro caso, para mal y para bien.

De momento, lo más importante está ocurriendo en las calles, en el hecho mismo de que la gente se vea a los ojos y se reconozca acompañada en su comprensión y vivencia del sentido común: las conversaciones que se han abierto entre los ciudadanos a partir del gran encuentro que originó el paro nacional desde el 21N son tal vez el fruto más importante del remezón político que vivimos como sociedad; qué distinto se ha sentido salir a las calles en las ciudades durante nuestros primeros cacerolazos a como se sintió hacerlo el día después del plebiscito que ganó el rabioso 'No'. Asumo que se trata de un triunfo similar en Chile, país con el que al parecer compartíamos una cultura de egoísmo y desconfianza que hoy se descubre en cambio solidaria y capaz de empatía, insisto, rendida ante la contundencia del sentido común. Pero mientras allá ellos encuentran que lo necesario es una nueva Constitución, aquí lo evidente resulta ser lo contrario: lo que necesitamos y exigimos es que se cumpla la Constitución del 91 (hija de la Séptima papeleta liderada, entre otros, por Claudia López, lo cual no es en absoluto un hecho menor dada la realidad política de hoy en Colombia). Entre otras razones, el cumplimiento de esa Constitución es nuestra exigencia como pueblo porque en virtud de ella, el Acuerdo de paz no solo es legítimo sino además deseable y necesario, puesto que supone un beneficio tangible para todos y en esto podemos estar de acuerdo todos incluso a pesar del resultado en el plebiscito, ya que los números no mienten: cada arma que sume o que reste conlleva un costo cuantificable.

Así las cosas, el llamado en apariencia corriente a invocar el sentido común nos fuerza a mirar qué es de lo que nos corresponde hablar como sociedad, mirándonos a los ojos. En las calles, de una ventana a otra, en los cafés, en los parques y en los bares, como también al hablarnos a nosotros mismos ante el espejo. En Colombia, donde no tenemos una nueva generación en cuanto a la experiencia del conflicto armado, lidiamos hoy con una figura como el director del Centro de Memoria Histórica que se sostiene en su puesto negando la existencia misma del Conflicto, con el cuentazo de que una sociedad no puede aspirar a un relato oficial. Al mismo tiempo, y tras décadas en que los jóvenes son los primeros destinatarios de la violencia**, venimos de escuchar a más de un politiquero proponer que a los jóvenes se les pague un salario inferior al mínimo. Sentido común: ¡menos que lo mínimo!, por el infortunio de tener menos de 28 años. No les basta al parecer a nuestros vergonzosos representantes con que mueran niñosy jóvenes a manos de los ejércitos y del hambre. Y son estos mismos políticos quienes pretenden que los jóvenes no fueran a tener una rabia propia, que hasta eso tendrían que debérselo a otro político y no a su propia experiencia de sociedad.

En medio del desconcierto creciente que proviene de las propuestas y las respuestas de nuestros tecnócratas en cargos de gobierno, empezando por el presidente, resuena con un eco bastante triste la figura del patriarca que Rulfo definiera en esta frase que lo dice todo al describirlo: un rencor vivo. Pero no se trata solo del rencor que mantiene vivo al patriarca, sino también del que se alimenta en y de nosotros, sus hijos aferrados a la orfandad, maltratados en sociedad por todas las figuras del padre. Hasta un coronel se sorprende en El otoño del patriarca: “Qué bárbaros que son los métodos de Dios comparados con los nuestros!”

Con la idea del Estado de derecho nos hicieron creer que caída la monarquía y declarada la libertad universal, cada cual se haría cargo de sí mismo y su propio bienestar estaría de lleno entonces nada más que en sus propias manos. Nos hicieron creer que ninguna patria volvería a ser propiedad de particulares, ni siquiera de uno llamado Cristo. Y hoy el sentido común nos recuerda, hasta aturdirnos, que el rencor se mantiene vivo en todos nosotros si las posibilidades del trabajo son además de escasas, precarias, si todo nuestro presente transcurre empeñado en un futuro desolador, en manos de gobiernos indolentes y asesinos. Pero así los poderosos sigan pretendiendo ser ajenos al sentido común, en tiempos de las redes sociales cada vez más gente se harta de que la sigan tratando como si fuera idiota.


Coda: asistí llena de optimismo el pasado 29 de octubre al concierto que en la catedral primada de Bogotá rendía homenaje a las víctimas del conflicto armado en Colombia con una obra comisionada al compositor Juan Pablo Carreño llamada “Una misa de reconciliación”. Debido a las dimensiones del acto y pese a las intenciones al final insondables en una creación artística, interpreté con decepción dos indicios acerca de lo lejos que estamos de una vivencia de reconciliación como sociedad: por un lado, la estruendosa ausencia por parte de representantes del Estado en el evento (que es coherente con el desprecio del Gobierno al Acuerdo de paz, y al mismo tiempo incompatible con sus banderas color naranja), en medio de los palacios de Nariño, del Liévano y de Justicia. Y por otro, una composición sofisticada que incluyó incluso en sus textos fragmentos en latín (lo que me hizo recordar ese desfase en el tiempo con el que el patriarca descubre, en la novela que relata su Otoño, que las tres carabelas de Colón arriban apenas en su horizonte), con momentos oscuros que no trajeron ni luz ni emociones vivas en el espectador corriente. Más allá de la calidad académica de la pieza y de los intérpretes, leo este esfuerzo de un obra destinada a la reconciliación como una oportunidad perdida. Siendo la música el arte por excelencia del encuentro ¿no cabe esperar de ella también un llamado al sentido común?


* Una de las fuentes más interesantes que he utilizado para este post es la entrevista que Diana Uribe le hizo a la periodista chilena Antonella Estevez, en el episodio 'El despertar en Chile' en su podcast dianauribe.fm, que recomiendo con entusiasmo.

También con entusiasmo comparto este texto lleno de luces potentes e ideas enriquecedoras para quienes continúen leyendo el presente político que compartimos. Lo encontré meses después de publicado este post. 

** Sobre la persecución estatal a los jóvenes en Colombia, una investigación especializada por parte de la Unidad de Investigación Periodística del Politécnico Grancolombiano, disponible aquí: criminalizacionestudiantes.poligran.edu.co


Lucía H. Rodríguez