La semana pasada, marcada por varios
eventos particularmente emotivos para Latinoamérica, conmemoramos
aquí el fallecimiento de Roberto Bolaño con un post que
trajo a mi memoria una imagen, proveniente de la misma novela allí
citada, que me sugería un
inquietante contraste. A medida que recorría las marcas de mi
lectura en busca de tal imagen, mis consideraciones no podían
separarse de la marcha convocada para el pasado viernes 26 de julio
en rechazo al asesinato de los líderes sociales en Colombia. Era
también la semana en que los puertorriqueños se levantaban contra
sus gobernantes, alentados por la decidida presencia de muchos de sus
artistas más visibles (pareciera predecible pensar en músicos
urbanos), mientras que varios colombianos se quejaban en redes
sociales por la postura de
músicos nacionales famosos que, o bien guardan silencio ante la
violencia política en el país, o bien se muestran congraciados con
algunos de los también famosos abanderados de esta violencia.
Durante varios días, se hablaba así del reguetón como de un género
político poderoso, mientras se lamentaba la impotencia con la que en
Colombia hemos llegado a acostumbrarnos a la persecución y al
asesinato.
En Diez problemas para el novelista
latinoamericano (1964, 40 años antes de la publicación de
2666), Ángel Rama describe
un contexto, el de la “falta de especialización creadora”, en el
que “el escritor no se siente reclamado por la sociedad en que
vive; se desprende de ella con soltura, no establece una relación
profunda con sus necesidades espirtuales, y deja de sentirse
proveedor de su comunidad”. Pienso que tomar esta idea y conducirla
hasta el quehacer de otros artistas para verla trabajar allí, por
ejemplo, en el caso de la música, arte que por fuerza vive en
comunidad, podría llevarnos a reflexiones de interés; pero entonces
el tema de este post sería otro, más cercano al problema de la
representación, que también es uno de los temas presentes en
nuestro blog. De momento, haber vuelto al planteamiento de Ángel
Rama en medio de la coyuntura descrita me lleva a pensar en el
trabajo de Bolaño como el extracto de un genuino especialista en la
creación literaria, entregado por ende a las necesidades
espirituales de su tiempo, que es el mismo nuestro.
Una de
las genialidades con que nos encontramos en 2666
es la visión con que Bolaño asume grandes temas del mundo
contemporáneo. En la cuarta parte de la novela, que se desarrolla en
la ciudad imaginaria de Santa Teresa, Bolaño recrea en sus
profundidades el escenario tenebrosamente real de las maquiladoras
que han colonizado el reino anárquico del desierto de Sonora, un
paisaje “en proceso de fragmentación constante” en cuyas vías
polvorientas y desoladas el olor de los basureros se confunde con el
de los cadáveres,
casi siempre torturados.
Un paisaje de ilegalidad y miseria, relacionado de manera directa con
la infinidad de aparatos con que lidiamos en el día a día y del
que, descubrimos o recordamos en la novela, no tenemos idea alguna.
Un paisaje en el que abundan las mujeres asesinadas y resuenan, como
si fuesen parte de un mismo eco, falsos chistes estultos en contra de
ellas. Panorama de horror en el que emerge de súbito el suicido de
la profesora Ochoteren:
¿Qué era lo que la profesora no
soportaba?, dijo Elvira Campos. ¿La vida en Santa Teresa? ¿Las
niñas menores de edad que morían sin que nadie hiciera nada para
evitarlo? ¿Era suficiente eso para llevar a una mujer joven al
suicidio? ¿Una universitaria se habría suicidado por esa razón?
¿Una campesina que había tenido que trabajar duro para llegar a ser
profesora se habría suicidado por esa razón? ¿Una entre mil? ¿Una
entre cien mil? ¿Una entre un millón? ¿Una entre cien millones de
mexicanos?
Siguiendo
la idea planteada en nuestro post anterior acerca del modo en que la
guerra trastoca (¿o diluye?) un contraste entre la encarnación
social de lo femenino y lo masculino, otra paradoja surge cuando en el
contexto del matar a las mujeres, es una mujer quien acaba con su
propia vida. Narrador y lector comparten en las preguntas el
desconcierto, el ansia de alguna respuesta: “una espera cuya
columna vertebral era el desamparo, algo muy latinoamericano, por
otra parte, una sensación familiar, algo que si uno lo pensaba bien
experimentaba todos los días”, leemos en otro pasaje de la novela.
Durante este año,
en medio de la masacre que viene en aumento luego de la firma del
Acuerdo de paz en Colombia, poco a poco nos vamos acostumbrando a
noticias dichas de paso que mes a mes, a veces, semana a semana,
hablan de niñas que aparecen asesinadas y por lo general violadas en
distintas regiones del país. A veces abandonadas en cualquier
camino. A veces desmembradas. A veces envueltas en bolsas de basura,
o arrojadas en una caneca. Carne de cañón que no alcanza a ser
visible para el grueso de la sociedad, ocupada no solo en sobrevivir,
sino también en el prestigio de su bandera patria y otros
seudodebates que adora la prensa. Semejante al devenir de la vida en
Santa Teresa.
Mientras
tanto, mientras cientos de miles de colombianos salían a las calles
para proclamar juntos su anhelo de defender la vida, su
vicepresidenta en esos mismos días llamaba 'rufián' a un menor de
edad que terminó asesinado dentro de un cuartel militar. No
demasiado lejos, en Brasil, su ministra de familia aseguraba que a
las niñas de la Amazonía las violan por no llevar calzones puestos.
Y así, aun en la superficie mediática de un lapso muy corto,
algunos leemos náufraga la esperanza de los pueblos del que alguna
vez fuera el Nuevo mundo, en sociedades donde el valor de la vida y
el sentido del cuidar de los vivos
resultan ajenos a los preceptos de la religión predilecta, sea ella
cual sea.
2666,
imagen monumental del infierno en que deviene el mundo en
tránsito de milenio, nos recuerda que entender la literatura como
posibilidad de escapar de la realidad no es más que un ingenuo
cliché. Como lo es creer que las transformaciones sociales son un
deber de los artistas, por mucho que su lugar en ellas sea en efecto
intrínseco. Ni en Ciudad Juárez cesarían los feminicidios después
de publicada 2666, ni en
Colombia cesarían los estigmas y las matanzas una vez publicadas El
hostigante verano de los dioses (Fanny
Buitrago, 1964) y Cien
años de soledad, novelas
que reconstruyen escenarios de esa primera masacre de las bananeras
en Colombia. Ni siquiera en Puerto Rico asoma la luz luego de que su
pueblo lograra la hazaña
de forzar la renuncia de un gobernante infame. No importa cuántos
miles de espectadores vieron los videos de las canciones con que el
músico piedecuestano Edson Velandia sentaba postura frente al actual
gobierno cuando estábamos en periodo electoral y el rumbo habría
podido ser otro. Así las cosas, el para qué de las artes, de las
ficciones literarias, del reguetón e incluso de los discursos de las
figuras públicas, a lo mejor emerge más en el espectador que en el
artista mismo; en quien busca leer más allá de los best
sellers, las redes sociales y
los noticieros, y
movilizarse y denunciar más allá de bailar o no.
Lucía H. Rodríguez
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