Se cumplieron esta semana dieciséis años de la muerte de Roberto Bolaño, y al querer escribir una
nota, o una invitación, a propósito del autor chileno, me encontré entre
mis apuntes de lectura con un pasaje de su novela 2666, que
cito en extenso:
Los paracaidistas, por
el contrario, habían combatido siempre en el oeste, en Italia,
Francia y alguno en Creta, y tenían ese aire cosmopolita de los
veteranos del frente del oeste, un aire de jugadores de ruleta, de
trasnochadores, de catadores de buenos vinos, de gente que entraba en
los burdeles y saludaba a las putas por su nombre, un aire que se
contraponía al que solían exhibir los veteranos del frente del
este, que más bien parecían muertos vivientes, zombis, habitantes
de cementerios, soldados sin ojos y sin bocas, pero con penes, pensó
Archimboldi, porque el pene, el deseo sexual, lamentablemente es lo
último que el hombre pierde, cuando debería ser lo primero, pero
no, el ser humano sigue follando, follando o follándose, que viene a
ser lo mismo, hasta el último suspiro, como el soldado que quedó
atrapado bajo un montón de cadáveres y allí, bajo los cadáveres y
la nieve, se construyó con su pala reglamentaria una cuevita, y para
pasar el tiempo se metía mano a sí mismo, cada vez con mayor
atrevimiento, pues una vez desaparecidos el susto y la sorpresa de
los primeros instantes, ya sólo quedaban el miedo a la muerte y el
aburrimiento, y para matar el aburrimiento empezó a masturbarse,
primero con timidez, como si estuviera en el proceso de seducción de
una jardinerita o de una pastorcita, luego cada vez con mayor
decisión, hasta que consiguió forzarse a su entera satisfacción, y
así estuvo quince días, encerrado en su cuevita de cadáveres y
nieve, racionando la comida y dando rienda suelta a sus deseos, los
cuales no lo debilitaban, al contrario, parecían retroalimentarse,
como si el soldado en cuestión se bebiera su propio semen o como si
tras volverse loco hubiera encontrado la salida olvidada hacia una
nueva cordura, hasta que las tropas alemanas contraatacaron y lo
encontraron, y aquí había un dato curioso, pensó Archimboldi, pues
uno de los soldados que lo libró del montón de cadáveres
malolientes y de la nieve que se había ido acumulando, dijo que el
tipo en cuestión olía a algo extraño es decir no olía a suciedad
ni a mierda ni a orines, tampoco olía a podredumbre ni a gusanera,
vaya, el sobreviviente olía bien,
un olor fuerte, si acaso, pero bueno,
como a perfume barato, perfume húngaro o perfume de gitanos, con un
ligero aroma a yogur, tal vez, con un ligero aroma a raíces, tal
vez, pero lo que predominaba no era, ciertamente, el olor a yogur o a
raíces sino otra cosa, una cosa que sorprendió a todos los que
estaban allí, sacando a paladas los cadáveres para enviarlos tras
las líneas o darles cristiana sepultura, un olor que apartaba
las aguas, como hizo Moisés en el Mar Rojo, para que el
soldado en cuestión, que apenas podía tenerse de pie, pudiera
pasar, ¿pero pasar adónde?, cualquiera lo sabía, a retaguardia, a
un manicomio en la patria, seguramente.
En 2666 Bolaño
revisita el tema del infierno y pone como tema general de la obra los
feminicidios de Ciudad Juárez a finales del siglo XX (una barbarie
que parece seguir indemne casi dos décadas después). Y la ficticia
ciudad de Santa Teresa, en la novela, sería un sucedáneo de la
fronteriza ciudad mexicana. Pero sería mejor mirar a Santa Teresa
como un trasunto de la Latinoamérica urbana de principios de siglo
XXI. Esa Latinoamérica que, para millones de personas, es uno de los
círculos del báratro.
De manera esquemática
podríamos decir que en la novela de Bolaño las mujeres, las hijas,
las hermanas, las madres, las novias, las niñas, las adolescentes,
las viejas, las trabajadoras, las prostitutas, las empeladas, todas
ellas parecen ser la vida. En ellas hay una pulsión de vivir. Mientras que los
hombres, el trabajador, el policía, el político, el militar, el
esposo, el amante, el narco, el hampón, el sectario, el extranjero
(el norteamericano y el europeo), todos ellos son la muerte. Hay en
ellos una pulsión idiota de destrucción y muerte. Y además hay una
macabra sexualidad que atraviesa esa relación entre vida y muerte,
porque muchos de los feminicidios allí relatados, son además la
culminación de una violación, y la muerte, las más de las veces
penosa, parece un descanso de la violencia sexual. Como si en el fondo
del hombre, del macho, el mayor gozo sexual fuera la aniquilación de
la vida.
Tal vez por esto último,
otro de los temas de la novela es la guerra. Y de ese contexto he
extraído el fragmento citado arriba, donde se exploran otras
relaciones entre eros y tánatos. En el relato citado, que es
perfectamente un cuento a cabalidad, la espera solitaria de la muerte
erotiza completamente el cuerpo de sí mismo. La vida propia como deseo
absoluto. El placer propio como afirmación absoluta de la vida. Y en
las guerras, los soldados no son los hombres tanáticos que se
satisfacen con la destrucción del otro, aunque sean los que
materializan la violencia y la locura. En las guerras, los soldados
son como aquellas mujeres aniquiladas por los hombres.
G. Serventi