Declarar lo monstruoso



La gente odiaba la mancha judía, 
tal como en otro tiempo se había detestado 
la lepra en Jerusalén, porque a pesar 
de su indignación, tal vez pudieran encontrarse 
indicios de ella en su propia familia.   
             
                                  De Quincey. La monja alférez

Es fascinante cuando podemos sentir la presión de las lecturas que hacemos, para detenernos a observar de otro modo el mismo mundo que recorremos a diario. Pasó ya el bicentenario de la primera edición de Frankenstein o el moderno Prometeo, de Mary Shelley, se repiten los lugares comunes del 8M, y siguen siendo pocos los que conocen un libro de 1792 llamado Vindicación de los derechos de la mujer. Lo escribió la filósofa Mary Wollstonecraft, madre de Mary Shelley y a quien se reconoce como una de las primeras feministas por su “temprana” crítica al pensamiento que, viendo en la mujer poco más que un adorno, defendía su exclusión del acceso a la educación. En el fondo, el mismo pensamiento que, no del todo distinto a como ocurre hoy, promovía el deber moral de las mujeres de guardar la compostura de su apariencia física y de su sexualidad

Y aunque en apariencia madre e hija eligieron temas distintos para sus escritos, la construcción del archifamoso monstruo verde (tan repugnante que, como comprueba quien lee la novelani siquiera es merecedor de un nombre propio) resulta un buen motivo para reflexionar acerca del cuerpo como el lugar primero donde ocurren las distintas formas de la segregación. La vida material de los cuerpos es el asunto de lo real ¿o no?

Pero a esta visión acerca de Frankenstein llegué solo a través de otra lectura: un libro que se declara desde el principio dirigido a todos aquellos que, tildados de “otros”, son declarados monstruos, tal como le ocurre a nuestro verde personaje, pero no ya en la esfera de la fantasía sino en la de lo real. Hablo de Teoría King Kong, de Virginie Despentes, que plantea la siguiente paradoja: en el mundo material y simbólico que compartimos, esos indeseables a quienes llamamos distintos, distintos a nosotros, pues en consecuencia somos otra cosa, esos mismos resulta que en realidad somos todos. A esto alude Despentes con la imagen de una isla de lo bestial; a través de los tantos juicios cotidianos que entre todos ejercemos sobre nosotros mismos en torno a la moralidad de nuestro erotismo (necesariamente singular), se nos mantiene socialmente amansados. En efecto, la autora llama la atención sobre el peligro que supondría para el ejercicio del poder que todas las personas vivieran una experiencia gratificante de su sexualidad. De ahí que no sean fortuitos ni espontáneos tantos temores, reservas, pudores y tabús que modelan nuestra vida íntima, y que solemos sobrellevar en silencio por la carga de un paso “desviado”, expresada precisamente en las palabras que usamos a diario para declarar a otro despreciable. Son muchos los juicios para marcar lo indeseable, según las moralidades que se observen: travesti, lesbiana, marica, obeso, masculina, solo, feo, pobre, ñero, guisa, gorda, indio, loba, raro, entre tantos otros. Pero sin duda la muestra más recurrente proviene de las palabras puta e hijo de ella.

A propósito de este notable fenómeno, vale la pena recordar Diario íntimo de Sally Mara, de Raymond Queneau, un libro que coincide con Teoría King Kong en cuanto a su lucidez para señalar el control que se ejerce en nuestras sociedades sobre el placer sexual, como el control por excelencia. Allí, la adolescente que da nombre a la obra da cuenta de su asombro al tomar conciencia de que los valores que emanan de la Virgen María se cifran en la vida de su vagina. “La vagina de la madre de Dios”, se ruboriza en sus diarios. Estas dos obras resultan de particular interés para reflexionar acerca de ese control que nos somete a todos parejo cuando se nos sentencia con juicios como inestable, adicto, infiel, pervertido, aberrada, voyerista, enfermo, salvaje: distinto. Pero sobre todo, insisto, puta o hijo suyo. Porque en medio de tanto chiste morboso, recordamos con la joven Sally Mara, tanto insulto cotidiano, tanto cliché, ¿de dónde proviene en nuestra sociedad esa obsesión con la vida de las vaginas, que hace de la palabra puta o hijo suyo casi el insulto por excelencia, acaso en todas las lenguas?

Pero Despentes nos recuerda que aquella aversión que se expresa en los juicios cotidianos no se agota en la vivencia de un género sino que concierne a todos los cuerpos. Y es que el efecto de tales sentencias resulta brutal porque desemboca en la negación, en la intención material de ocultamiento y anulación del otro, que a todos nos concierne. Porque designar al otro como terrorífico, ese cuerpo cuya existencia “me repugna”, justifica la persecución que busca extinguirlo: el mal debe ser aniquilado*. Así se hace tangible por ejemplo cuando en una campaña política, el rostro del opositor aparece con la boca sellada y su piel untada de tierra, tal como vimos los colombianos en la campaña presidencial de 2017. De este modo, subyace a problemas en apariencia distintos un mismo problema social: cuáles son nuestros plurales.

La idea de que la bestia es siempre el otro es tal vez tan antigua como el humano mismo, pese a que en tiempos de El Bosco despertaba más fascinación que repudio, según nos indica el prestigio del que gozó en vida el pintor. Pero, tanto horror como rareza provienen de una corporalidad insoportable, como lo es para el científico Víctor la de su criatura verde.

De ello fui consciente cuando, después de las lecturas referidas, además de haber ya leído Lolita y visto Nynphomaniac, me encontré con un videoclip en el que dos artistas sudamericanas se burlan de cierta estética visual del cuerpo femenino. Se trata de una parodia más que de la versión de una canción gringa, en la que dos mujeres maduras, una de ellas gorda, le cantan a su propio deseo. Me pareció entonces que dicho videoclip estaba hablándonos acerca de algunos cuerpos que el imaginario social nos dice que no queremos ver. Como en el caso del monstruo: cuerpos despreciables. En el caso del videoclip en cuestión: mujeres arrechas, exhibiéndose descaradas, pidiendo placer, estando así de viejas, así de gordas, con esas pintas que se nos diría no aptas para ellas. Y tampoco queremos ver que los hombres anden celebrándolo. Ni que anden de putas las mujeres en el mundo, tampoco eso queremos. Cochinos. Morbosos todos los de “ese” lugar ajeno.

Del mismo modo, viendo la historia de la joven delgadísima que protagoniza buena parte de la película Nynphomaniac de Lars Von Trier, pensé en otra muestra de los cuerpos y de las situaciones que se nos dice en sociedad que no queremos ver: por ejemplo, a mujeres viejas teniendo sexo en vagones de trenes a los que se suben adolescentes vestidos muy sexys, muy coquetos, para chuparles la vagina hasta que sus mandíbulas queden tensas y exhaustas. No queremos ver a mujeres de 50, de 60, de 70 viniéndose una y otra vez, como tampoco cuerpos masculinos torturados por mujeres que castigan su deseo. De todo ello habla también Virginie Despentes, tanto en sus observaciones como espectadora de los medios masivos como en sus propios trabajos visuales. Ni siquiera queremos ver a mujeres siendo amigas de mujeres, nos diría el Test de Bechdeluna prueba de la que tampoco se habla tanto a pesar de su inquietante invitación para leer las fábulas que compartimos a través de la televisión y del cine y descubrir, con asombrosa sorpresa, el restringido lugar de las mujeres en las representaciones visuales que dan forma a nuestros imaginarios sociales.

Asediada en cierto momento por la confluencia de todas estas lecturas, me cuestionaba encontrar lo familiares que nos son en cambio, por ejemplo, las niñas evidentemente molestas con las medias veladas que llevan puestas. Tallan, pican, dan frío, e incomoda cuando eres niña también el vestido, que te fuerza además a estar mostrándote, en un mundo en el que es habitual que desde niña varios hombres te miren y se dirijan a ti con morbo, primeramente y puede que a lo largo de toda tu vida, los de tu familia, donde aprendes “lo que sí somos”, lo que “sí es como yo”: una mujercita que se muestra, claro, que está bien que sea coqueta, pero que se mantiene decente y bien puestecita, nada de andar rapándose o abortando, por ejemplo.

En sintonía con estos hábitos sociales, pienso en la brillante novela de Nabokov, Lolita, historia que nada tiene que ver con la imagen que hoy suscita dicho nombre** en nuestra cultura. Porque al leerla, pensaba en que el hecho de que la imagen de esta niña se hubiera tergiversado por completo en nuestra cultura, mostraba hasta qué punto este relato pertenece a la tradición por la cual es habitual que tantos hombres repudien y digan repudiar cuerpos femeninos maduros o gordos. Aun fascinada con la prosa grandiosa de Nabokov, me preguntaba de qué monstruos habría querido hablarnos él.

Pero, si bien la Lolita sobre la que escribió Nabokov en absoluto era una niña seductora, en el otro extremo de esta misma reflexión podemos encontrar de nuevo a la joven Sally Mara, en cuyos diarios contrastan, por un lado, la ingenuidad de sus búsquedas eróticas y la censura que sin embargo recibe, y por otro, la cotidianidad de los abusos masculinos. Lo normalizado resulta ser que se viva así la sexualidad: el deseo masculino es frustrado pero al mismo tiempo irrumpe dominante en la vida de las mujeres. El de ellas, por su parte, es confuso y permanece en la sombra. Lo monstruoso: una adolescente explorando su propio placer. Lo normal: su avidez sexual acaba con el comienzo del matrimonio, al que por cierto llega para salir del hambre, un punto nada trivial, nos recuerda Virginia Woolf en Una habitación propia.

Todas estas lecturas referidas contribuyen a una reflexión pertinente hoy acerca del modo en el que la infelicidad, tan grave asunto para la sociedad, comienza en la culpa y por tanto en la religión. En una de las conversaciones que Sally Mara registra en sus diarios, su hermano acepta tener complejos y a la pregunta de la joven sobre qué es eso, él le contesta: “sí, complejos. Me lo explicó un estudiante de agronomía que conoce bien el asunto. No veo cómo podría decirle a una chica de tu edad cosas tan secretas. Es peor que los pecados del confesionario; los pecados se dicen una vez y luego se acabó, mientras que de los complejos se habla durante años sin acabar con ellos nunca. (…) El pecado, se lava. El complejo, dura siempre”.

A mí con frecuencia me parece que todos estamos hartos de que se nos declare bestias. Por vestir, hacer, decir, obrar, lo que se nos insiste en todo caso que somos, infelices insaciables. Mujeres que se exhiben desde niñas, insisto, que aprenden todo un modo de ser complacientes con los hombres y por el que después sin embargo se les sentencia, incluso desde ellas mismas en los juicios cotidianísimos de zorras, brutas, brujas, y todos los de su talante. Como también se nos insiste, nos recuerda Despentes, en que los machos no se dedican a banalidades (o, a las banalidades a las que sí se dedican las mujeres) y en que su deseo es indómito y bestial, salvaje per sé. Tampoco se visten de colores, cuestionó Carolina Sanín a propósito de los Premios Globo de Oro en que las actrices acordaron vestir de negro como protesta, en medio del furor del #MeToo. Y en fin, sumando juicios, somos en definitiva bestias si amanerados, si rabiosas, si ninfómanas; si arrechos, glotones, alcohólicos, viejos, solos, feos, precoces, sucios, enfermos: si somos algo de todo aquello que los otros no quieren ver ni ser. Todo estereotipo es fácil. En nuestro mundo, ¡hasta defender los Derechos Humanos nos convierte en monstruos!

Y en este orden de ideas, tampoco esta última expresión de lo monstruoso resulta fortuita, porque el asunto de la enajenación del tiempo y del vigor de los cuerpos va mucho más lejos de lo que Marx alcanzó a visualizar. Vivimos, a través de las etiquetas de lo raro, de lo condenable, del sentimiento de la culpa y de la vergüenza, una enajenación de la tendencia espontánea hacia el placer sexual, que por cierto, parece ser el atributo que más nos acerca a la igualdad. Al respecto cabría hablar también de Drácula, cuya influencia en nuestra cultura viene a ser otro indicio literario acerca de la fijación social sobre el control del placer. Se dice que una de las cosas que más duramente castigaba Vlad Tepes, El empalador (el príncipe que inspiró el personaje de Drácula), era el adulterio.

La sociedad convierte nuestro deseo en algo monstruoso, pienso que nos dicen todas estas lecturas juntas. Somos seres monstruosos, parece ser la consigna que se nos recalca en todo lo que, aun sin que estemos dañando a otros, se nos dice en la cotidianidad que debemos y no debemos querer, buscar, disfrutar. Masturbarnos, masturbarnos mucho. Elegir y promover la promiscuidad, por ejemplo; conversar abiertamente sobre pornografía, sobre poligamia, sobre búsquedas y experimentos eróticos, o producir nuestro propio porno. Ser directa; sentirse libre cualquiera para pedir y para negar el sexo, y sobre todo para disfrutar, también de la variedad de los cuerpos. Superar una violación. O, suicidarnos, en otro espectro del deseo. O, en apariencia inocuo, cortarnos el pelo o no; vestirnos o no con lo que nos corresponde. Tatuarnos. Usar unas hormonas y no otras, como lo cuestiona el filósofo Paul B. Preciado, quien nació siendo Beatriz y hace de su cuerpo el lugar primero de su obra y de su críticaOtra referencia importante para advertir el control tan profundo de nuestros cuerpos que se suma al de nuestro ser laboral, según el lugar material que por tanto ocupemos. Es que cuando leemos Frankenstein, resulta muy diciente tomar conciencia de que el sufrimiento de criatura y de creador proviene del asco.




*A propósito de dicha expresión, otras dos lecturas sugerentes pueden ser: “El mundo sin mujeres” y, como complemento de esta última, “A favor del escepticismo”, ambas de Carolina Sanín.  

** Como si ningún académico allí hubiese leído la obra, la RAE define el sustantivo "Lolita" como "adolescente seductora y provocativa". 


Lucía H. Rodríguez