Patricia Highsmith y las caras del suspenso



Eres inagotable mientras vivas.
Patricia Highsmith. Suspense


El género del suspenso nunca me había atraído, porque tenía la errada idea de que sus relatos no iban a hablarme más que de asesinatos, como si,
por cierto, un asesinato no fuera siempre algo más. Pero decidí darme una nueva oportunidad al descubrir La hija del tiempo, de Josephine Tey (uno de los seudónimos de Elizabeth MacKintosh), título que, incitante por sí mismo, cobró para mí un mayor interés cuando supe que esta corta obra contaba con un reconocimiento* como la mejor novela de suspenso de todos los tiempos. Si en mis primeros años de romance con la literatura no pasé de advertir la fama de Agatha Christie, ahora mi curiosidad estaba mejor preparada como para no dejar pasar por alto las dimensiones de esta lectura que se sumaba a mi banco de recomendados. Por suerte (y a diferencia de su significado) La hija del tiempo es fácil de conseguir y en cuestión de días tuve que devorarla, tal como cabría esperar con el verdadero suspenso, y comprendí de inmediato el porqué de su prestigio. Lo que más disfruté de esta novela fue su renuncia a los lugares comunes del género mismo en el que, sin embargo, se inscribe con un ingenio prolijo. Baste (para los fines de este escrito) con mencionar el juego audaz que Tey propone allí con los recursos de la novela histórica.

Cuando me propongo hablar de las experiencias provenientes del hábito de leer literatura, suelo insistir en la idea, o la evidencia, de las resonancias que surgen a raíz de la confluencia de intereses que corresponde a toda búsqueda. En este caso, se sumaba a mi curiosidad naciente sobre el suspenso como género literario el gusto por descubrir autoras sugestivas, y continuaba encontrádome con obras de mujeres que no escribían ni sobre temas que la sociedad asocia con cierta idea de un universo de lo femenino, ni tampoco con indicios estilísticos que pudieran relacionársele (supuesto que existiera un universo tal). Yo misma, hasta La hija del tiempo, pensaba que no querría visitar universos literarios en los que, suponía, la imaginación se embelesa con maneras viables de matar personas y razones posibles para hacerlo. Y aun así vine a dar con el nombre de Patricia Highsmith, creadora de una abundante obra en la que destaca la fama (también para el cine) de un personaje para mí desconocido hasta entonces: Tom Ripley.

Aproveché, pues, la reciente edición de Anagrama con las cinco novelas de la saga de Tom Ripley y me di el chance de conocer al joven en cuestión, de quien es cierto que de vez en cuando uno quisiera saber qué habrá sido de su vida. Por esos días yo, todavía joven como él, descubría apenas que la novela negra había sido perseguida por la censura durante la Guerra Fría (y no solo bajo el macartismo), al tiempo en que proliferaban en cambio historias masivas de espionaje, tan populares aún hoy, en las que el enemigo claro es el comunista. O, el comunismo y, hoy por hoy, cuando muchos dicen que ya no hay guerra fría, todo aquello que a tal cosa huela. Yo en cambio percibo como un hecho cotidiano que a partir de tan exitosa campaña, desde “mi nombre es Bond” hasta “defiendo los derechos humanos”, el llamado temor rojo sigue vivo. Esta es una idea que me interesa cada vez más y la tuve presente durante mi recorrido por las travesías de Ripley, todo un escenario para explorar cuáles serían las preocupaciones de la censura con respecto a este tipo de historias. La respuesta suele ser que el género negro exhibe la negligencia y la corrupción propias de la burocracia y de las prácticas del poder. Pero la vida de Ripley me llevó a pensar otra cosa, y las ideas de Highsmith en su obra corta Suspense afianzaron mis impresiones.

Este último es un libro que ella presenta como dedicado a los escritores principiantes y que, ajeno a los atributos de un manual, constituye una lectura muy valiosa para nutrir las reflexiones en torno a los procesos de creación. Allí Highsmith explica que al construir sus personajes, busca transmitir la sensación de actividad propia de lo vivo mismo, que es dinámico y que en el campo de la acción humana está abierto a la deliberación, al cambio como posibilidad continua de la libertad. Y así podemos sentirlo con Tom Ripley, tanto en el devenir de sus líos como en el de sus días corrientes. Allí advertimos que, mientras la prensa y su gran público se complacen en relatos según los cuales el mundo se divide claramente entre buenos y malos, o, más peligroso aun, se define en la pugna de turno entre los buenos contra los malos, la existencia transcurre en cambio, con su vértigo intrínseco, al margen de los códigos de las ideologías: el bien o el mal. Pues, en efecto, las personas actúan motivadas por infinidad de razones, muchas veces inciertas y casi siempre en ausencia de móviles políticos. La vida real, la de los individuos de carne y hueso que rentan habitaciones, que realizan trabajos para pagar sus gastos al tiempo que hacen frente a sus dudas, y se dedican de tal modo a la hazaña de crear y sostener una vida propia, esa es una vida tan rica en posibilidades, de un pulso tan vibrante en sí, que ante ella palidece hasta desaparecer la parafernalia de los gobiernos. Esta última, por cierto, cosa más bien reciente en el mundo si la comparamos con la historia de las artes y de la vida misma, se nos recuerda en Suspense.

A mi modo de ver, después de haber habitado las más de mil páginas que le toma a Highsmith construir el universo del joven Ripley, lo que les talla a los censores no es entonces que no se diga quién es el bueno y quién el malo, sino que no haya tal; que sea posible narrar crímenes por fuera del monopolio que pretende agotar la experiencia humana en términos moralizantes y absolutos. Les talla la creación de mundos en los que se excluye el decoro de enunciar lo justo, y en los que en cambio es posible palpar el pulso indeterminado que va marcando las vidas corrientes, en medio de circunstancias cambiantes como las de la vida misma, que no transcurre en blanco y en negro sino en grises inagotables e impredecibles.

En las historias que Highsmith crea y que el mercado editorial inscribe en el llamado género de suspenso, no se trata de detectives, ni de casos, sino de hombres y de mujeres por cuyas vidas acontecen, sí, encuentros violentos con la muerte, pero por fuera de la narrativa de la Guerra omnipresente y que se oponen, así, a esa retórica del destino como un valor superior al individuo, según la cual el bien tendrá que vencer al mal. Y de este modo, en contraste con la oscuridad que denota el crímen, y que denota también esa atmósfera opresiva que emerge con las ciudades industrializadas, caldo de cultivo para las historias de corte negro, Patricia Highsmith nos ofrece relatos llenos de vitalidad, en los que la intriga proviene de la incertidumbre misma a la que cualquier persona se ve abocada a la hora de actuar. Se abre así un espacio para la individualidad y para la libertad de la imaginación, que ella defiende con humildad y con entusiasmo honesto en Suspense.

Allí señala además que las personas creativas no hacen juicios morales, no al menos en primer lugar, y más adelante precisa su idea en el sentido de que no es que no le interese la moral, todo lo contrario. Incluso, llega a decir que su propia obra no debería estar presente en las bibliotecas de las cárceles, y Ripley en peligro (1991), la quinta novela de la saga, recordemos, en torno al mundillo superficial de un estafador norteamericano que eventualmente mata, está dedicada “a todos aquellos que luchan contra la opresión en cualquier parte del mundo, y que se levantan no solo para ser tenidos en cuenta, sino para ser fusilados”. Pero lo que es inadmisible para el relato es el sermón, puntualiza en Suspense. Y lo es para la vida misma, la del lector y la del artista, parece decirnos su trayectoria personal.

Al aburrimiento y a la angustia, a la desazón en que nos deja el siglo xx, hay que oponer los colores de la vitalidad, pareciera en general decirnos la fascinación que siguen despertando los relatos de corte negro. En las historias de Ripley, al peso de los hechos se opone una apuesta por la actitud anímica como lo único definitivo. A su capacidad de matar y de persuadir, se contrapone la impotencia ante suicidios que se esfuerza por evitar: la vida como un juego de tensiones inexplicables, absurdas, a veces hasta el punto de la risa. Otra historia con fascinantes contrapuntos a la que llegué en esta búsqueda es Crímenes imaginarios. Highsmith quería utilizar el motivo clásico de un cadáver transportado en una alfombra, pero para hacerlo con novedad (otro de los valores que defiende en Suspense, junto con la libertad y el entusiasmo), construye una historia en la que esa alfombra que incubará las sospechas de la trama, está en realidad vacía. El héroe es aquí un escritor de quien todos sospechan, menos el lector. Ante todo la diversión, es la primera consigna en Suspense.

Quiero invocar una última idea de este libro para referirme a mi gusto por el hallazgo de autoras sugestivas, del que hablé al comienzo como parte de las búsquedas que me condujeron hasta Patricia Highsmith. Ella declara allí sentirse más cómoda construyendo personajes masculinos, porque la experiencia le muestra que las mujeres tienden a ser menos dadas a la acción: se comportan más atendiendo a los deseos de los demás, que a una determinación propia (observación muy diciente también en nuestros días, por cierto). Y de ahí el carácter excepcional de las obras suyas en que las mujeres cobran progatonismo. La primera de ellas es Carol (1952), su segunda novela, que nos ofrece una historia aún hoy atípica: mujeres y romances entre mujeres, que no padecen la condena de un final trágico sino para los cuales prevalecen en cambio la solidaridad y la elección del amor. Mujeres que son amigas, que se quieren y cuidan, y que comparten intereses ajenos a los hombres que quisieran dominarlas. Pero será la única de sus historias que aborde estos temas.

En 1975 vio la luz Pequeños cuentos misóginos, una colección de 17 relatos ágiles y perturbadores que cuestionan al lector de principio a fin sobre su propia comprensión de la misoginia. Con un espectro bastante amplio de personajes, de motivos y de historias, se sostiene a través de todos ellos una sorpresa continua para el lector, que podemos atribuir también a la perspectiva visionaria desde la cual Highsmith abordó realidades que hoy describimos con la etiqueta del género: también las mujeres tienen privilegios que condenan a los hombres; también los hombres son víctimas de las imposiciones sociales sobre la vida doméstica, que arrasan con la posibilidad de imaginar y de construir un destino propio. Pero Tom Ripley, acompañado de su suerte, parece en cambio haberlo conseguido. Y sin duda lo hicieron con sus propios seudónimos Patricia Highsmith y Josephine Tey. Al igual que Kressman Taylor, artífice de esa otra forma de suspenso que encontramos en la corta obra, terrorífica y magistral, que es Paradero desconocido.


*Según la británica Crime Writers' Association.


Lucía H. Rodríguez