La literatura mala (otras puntadas)



La distinción entre valor estético y carácter artístico en la literatura, tema de la primera entrada en este blog, me llevó a reflexionar acerca de la percepción corriente de la literatura en nuestra sociedad, una de cuyas muestras más dicientes es el ámbito de los premios literarios.
Mientras en el caso de la lengua española los premios más prestigiosos son aquellos promovidos por grandes casas editoriales,
que ofrecen sumas exorbitantes para obras que sus propios estudios de mercado proyectan como best sellers, en el de las lenguas inglesa y francesa la situación es casi la opuesta: fundaciones culturales (no editoriales) ofrecen premios modestos para obras cuya calidad amerite la publicación con el respaldo de una tradición reconocida por privilegiar las cualidades literarias.*

Si nos quedamos con el fenómeno que se da en el mundo editorial de la lengua hispana, es posible imaginar la actividad de los escritores alineada con las expectativas y los parámetros del mercado editorial, esto es, tanto de las casas editoriales como de los lectores acostumbrados a que les den gusto. Panorama poco alentador para uno de los pocos atributos irrenunciables del arte: la libertad. Alrededor de esta idea, un autor contemporáneo que no se cansa de poner en el centro de la creación literaria el lugar mismo de la escritura (y de la literatura) es el catalán Enrique Vila-Matas, quien ha hablado con insistencia sobre la importancia de no preocuparse por el riesgo para ser libre a la hora de escribir; sobre la tarea esencial de probar, de divertirse.

“Solo hay trayectorias personales y afinidades selectivas”, dice. No hay compromisos ajenos a la creación y sus fuentes, que deben incluir también la indecisión, la duda. Para Vila-Matas, el único camino para inventar una nueva relación con la literatura es irrumpir con algo personalísimo; “no buscar ser comprendido y aceptado”. En otras palabras, si el autor ha de encontrar caminos no transitados en la historia de la literatura, tendrá que hacer él mismo a su lector. 

Esta es una idea que volvió a mí durante algunas conversaciones que me ayudaron a leer la visita del músico norteamericano John Zorn a Bogotá, donde presentó el ambicioso proyecto Masada Marathon en compañía de más de 30 músicos. Esta presentación, que no tendría por qué ser negativo calificar como extravagante, le ofreció al público una experiencia radical para su disposición de escucha, pues lo llevó desde paisajes sutiles, finísimos y conmovedores, hasta eufóricas borrascas, oscuras y perturbadoras.

Aquella noche, esquiva para conciliar el sueño después de un concierto que había durado unas cuatro horas, la figura de Zorn aparecía como la del artista contemporáneo por antonomasia, en el sentido de la apuesta por una trayectoria del todo autónoma, libre del deseo de las masas por hallar sus oídos siempre consentidos, arrullados en melodías dulces, fáciles y felices. A la obra de Zorn, pensábamos esa noche durante las conversas del pasmo, le tiene sin cuidado que al público le gusten o no sus búsquedas; que se sienta incómodo, que rechace sus resultados. Nos parecía que, tal como lo plantea Vila-Matas para el caso del escritor, Zorn era un músico que había construido a su propio público, para que lejos de su zona de confort, eligiera si le gusta o no esa música inaudita que jamás la radio le pondría.

Vemos así, en un caso como el de Zorn, que en el ámbito de la creación el criterio rector no debería ser el de lo bueno y lo malo, en términos de lo que va a tener acogida o no. Algo que al parecer se ha perdido en el ámbito de la creación literaria, donde el sentido de la búsqueda se ha ido perdiendo a medida que se va volviendo trabajo de editores (oficio, por cierto, que también se ha transformado y no en favor de su propia naturaleza). Ahora parece muy lejano el escenario de las revistas como espacios para las búsquedas literarias. Después de las vanguardias, el ímpetu de los movimientos literarios se difuminó bajo el resplandor omnipresente de la novedad mediática, de tal suerte que llegamos a acostumbrarnos a las divas del relato y no nos sorprende hoy que nadie esté incómodo con la literatura del presente. Y es que, esa era precisamente la función de los movimientos literarios: al igual que Zorn, incomodar, meter el dedo en los cojines abullonados de los lectores complacidos para que algo les talle y se sientan obligados a protestar, a señalar la literatura mala.

Cabe aquí una distinción importante: una cosa es hablar de mala literatura y otra, de literatura mala; no se trata de un capricho lingüístico. En el primer caso, hablamos de autores comerciales para los cuales la escritura no es artística. No se le dice mala por estar mal escrita, sino por recibir el nombre de un arte que en realidad no es: Paulo Coelho, para mencionar el caso más famoso. Con la segunda expresión, nos referimos en cambio a la escritura propiamente artística, aquella en la que la cualidad de lo literario es intrínseca y por lo tanto es este el atributo que se califica en el marco de la crítica y de la recepción. Esta distinción concierne a lo que los compradores de libros entienden por literatura, para quienes, dicho sea de paso, la experiencia de la lectura literaria parece suspendida en el tiempo: la literatura como un fósil. El remanso del entretenimiento.

Pero si el panorama no es más que un dechado de rosas, es tiempo de sospechar. La experiencia de Zorn puede leerse como la invitación a un cambio en el modelo, a un trastocar de los centros gravitacionales. En un mundo (el de la cultura literaria hispana) donde el paradigma es el de los concursos, retornar al espíritu de los movimientos literarios, cuya lección es la del presente del leer y del escribir. No suena descabellado, a la luz de estas ideas, el ánimo de promover la literatura mala en vez de hacer literatura para los lectores: dejar que los lectores se encuentren con la obra, en vez de crearla para buscarlos a ellos.

Transformar el modelo de la creación literaria hoy implica dinamizar lecturas, y emerge así la tentativa de incidir en un plan lector que rete los estándares oficiales, ceñidos, no nos digamos mentiras, no solo al canon sino también a varias ideologías. No está poco en juego: la experiencia del lector es hoy el resultado de una equiparación de la producción editorial a la industria. ¡Dejen de leer a Gabo y léanme a mí!, podría ser la consigna para poder implementar una manera de entender la literatura como un arte vivo.

Y así parezca que me contradigo, vuelvo a Vila-Matas para resaltar sus ideas sobre la búsqueda de espacios para la imaginación, sobre el entusiasmo de una literatura que busca: para él, y también para mí, el camino para la literatura venidera es el de la invención de una escritura propia; “lo mejor es inventarte tu propia vida”.


*Para profundizar en este panorama remitimos al lector a esta nota de la Revista Semana.


Lucía H. Rodríguez