Género y literatura. El problema de la representación


La crítica feminista se ha posicionado en la agenda de la opinión pública señalando que en la construcción de sociedades más justas, los asuntos de género deben ser considerados en todas las dimensiones de la realidad social. En la
dimensión del arte, por ejemplo, la crítica feminista ha sido fundamental no solo por la denuncia de comportamientos machistas y sexistas, en muchos casos
criminales, que se viven en varios campos creativos, como el cine o la literatura (véanse casos como el de Weinstein, el de Polanski, el de Junot Días, o el del comité del Premio Nobel de literatura 2018), sino además por el problema, más del lado de la reflexión estética que del proceso judicial, de la relación entre género y representación, asunto sobre el que quisiera proponer algunas reflexiones.

La noción de representación, en la que incluimos la representación artística tanto de la realidad referencial e histórica como de realidades posibles o ficcionales, ha sido uno de los presupuestos estéticos que se ha ubicado en el centro la crítica literaria feminista. Y uno de los problemas sobre los que ha girado la discusión es sobre el valor que pueda tener una obra literaria que represente personajes o comportamientos sexistas. Al respecto se asumen por lo general dos posiciones. La primera supone que la representación literaria privilegia y promueve los objetos que representa: si un personaje en una obra literaria es violento, entonces la obra promueve socialmente esta violencia; si un personaje protagonista en una novela tiene comportamientos misóginos, entonces sus lectores se volverán misóginos o más misóginos y tendrán a la mano una justificación. A partir de ahí, esta crítica suele caer rápidamente en la censura, partiendo del principio de que la representación daña al lector y lo corrompe. Y, aunque no estamos de acuerdo con este punto de vista defendido por tantos autores y críticos, no podemos negar tampoco que la repetición constante de un tipo de representación pueda promover el objeto de tal representación y fijarlo en el imaginario. Pero más bien creemos que, aunque la representación incide en los imaginarios, no lo hace de una manera tan gratuita o automática que se requiera acudir a la censura (nunca se debería echar mano a la censura), sino que, más bien, esa fuerza de la representación debería ser vista como la oportunidad para enfrentarse a los problemas de género en el arte y la literatura. En los límites de esta posición se ha llegado a condenar, por ejemplo, toda la obra de García Márquez por la supuesta misoginia sobre la que gira su última novela, Memoria de mis putas tristes; o estigmatizar la obra de Boris Vian a partir de su novela Escupiré sobre vuestra tumba, cargada de escenas violentas en un contexto misógino.

La posición contraria a esta que sospecha de la representación, defiende la noción de inmanencia en el arte, que consiste en concebir el arte como algo completamente independiente de la realidad, como si arte y realidad fueran dos esferas separadas e independientes. Defiende, por tanto, la libertad del arte para representar cualquier cosa y le asigna a la representación una absoluta inocuidad. Vargas Llosa, con sus ataques contra el feminismo, sigue esta posición, como también Harold Bloom, quien ve en la crítica literaria de cuño feminista o culturalista solo una escuela que practica académicamente el resentimiento. Pero es, al final, una defensa vertical del arte por el arte y, a la postre, la defensa a ultranza de un tipo de arte más bien clásico, más bien conservador y reaccionario.

Creemos aquí que la representación no construye el mundo ni la realidad aunque acentúe en el imaginario los objetos que representa, por lo cual no es tan inocua como suponen los que defienden la inmanencia del arte, pero tampoco observamos que sea tan determinante en la formación de los ciudadanos, como considera el otro grupo que condena la representación. 

Si se hiciera un ejercicio de pensar en una historia del arte a partir de las nociones estéticas que subyacen a las dos posiciones antes mencionadas, llegaríamos, por un lado, a un arte completamente comprometido con las estructuras de poder, un arte plagado de normas morales, más que estéticas, que indicarían qué representar y cómo hacerlo. Un escenario tan macabro como el que llevó a cabo el realismo socialista en la Unión Soviética que instrumentalizó políticamente la poética clásica, según la cual la función del arte es enseñar mientras deleita, y que en clave soviética no sería más que formar ciudadanos (según los intereses políticos del momento) mediante el arte (el conjunto de obras de unos artistas burócratas). Y por otro lado, desde la inmanencia del arte, llegaríamos a un arte completamente ajeno a la realidad y a la historia: un arte mudo que sería capaz de decirnos absolutamente nada sobre nada, escenario al que se han querido acercar algunas propuestas estéticas contemporáneas y que parece contradecir la pulsión creativa que busca respuestas en el arte a preguntas que surgen en la experiencia del mundo y de la vida social. Y, aunque en numerosas ocasiones se ha querido llevar el arte por esos caminos distópicos, la historia nos ha mostrado una constante lucha por parte de los artistas para evitar su instrumentalización o su trivialización. 

Y para evitar que el arte tome caminos indeseables como estos, parece más conveniente adoptar una posición más pragmática, que defienda la libertad de expresión y renuncie de una vez por todas al recurso del prohibicionismo y la censura. Temerles a las representaciones por su poder de promoción de los objetos representados es precisamente negarle el valor que tiene esta posibilidad de la creación artística y perder la oportunidad de usarla en contra de aquellos objetos problemáticos que se suelen representar. Más que establecer un Index librorum prohibitorum contemporáneo de autores y obras porque sus textos son demasiado misóginos o patriarcales, lo más aconsejable parece ser contraponer otras representaciones, equilibrando así el imaginario representacional para darle privilegios a otros objetos que no se han representado antes o que se representaban con menor insistencia. Si la tradición literaria ha sido misógina, pues cambiemos esa tradición por una feminista, que no quiere decir censurar obras y autores sino disponer de más autoras, por ejemplo, y así, de otras lecturas y, sobre todo, de otras representaciones. Las sociedades occidentales no se volvieron laicas porque hayan prohibido la religión, sino porque construyeron otro tipo de imaginarios que permitieron el surgimiento de una mentalidad secular más extendida.

Aunque no estoy seguro de si se puede hablar en estricto sentido de una literatura femenina (creería que no) como oposición a una supuesta literatura masculina, el camino por parte de autoras y también autores es el de buscar nuevas representaciones, o nuevos sistemas de representación, que se abran paso por un imaginario que hasta el momento ha privilegiado las representaciones patriarcales. Y todo esto, finalmente, debe tener más efecto si se abren más espacios para la discusión sobre la relación entre estética y feminismo, pues es también la manera de promover críticamente nuevas representaciones, por un lado y, por otro, abrir los paradigmas estéticos que muchas veces median en la promoción de obras y artistas por parte de editores, jurados o curadores.


G. Serventi