La Pontificia Javeriana sin justa causa


Se podría decir que las sociedades occidentales modernas se fundan sobre la idea de que las sociedades son perfectibles. Y esa perfección se alcanza a partir de un conocimiento y un pensamiento crítico, independientes de cualquier teología. Y este principio, el del
conocimiento y el pensamiento como motor de la transformación social, está garantizado por una institución como la Universidad. La Universidad, además de ser el lugar donde se profundiza la
formación de ciudadanos en la ética de la ciencia (en términos amplios), es el principal espacio donde surge y se crea conocimiento valioso que luego será aplicado o implementado en la industria, en otros centros de educación, y en todas las demás instituciones: legislativas, judiciales y administrativas. La mayor parte del conocimiento transformador nace en la Universidad y es de carácter crítico, en el sentido en que nace siempre de una crisis que la Universidad identifica, señala y trata de superar o resolver. Y también es dialéctico (y por ello polémico e incómodo) porque siempre responde a una realidad problemática que en principio se resiste a la transformación. Y es que este conocimiento no puede ser de otra forma, porque de otra manera, no estaría logrando el objetivo (aunque sea ideal) de la perfección que implica siempre una transformación de un statu quo, sea este meramente disciplinar, profesional (porque el conocimiento de la Universidad está siempre cuestionándose a sí mismo), o ya plenamente social y político. Y uno de los pilares que le permite a la Universidad buscar las transformaciones es la libertad de cátedra, derecho constitutivo dentro del concepto básico de educación para las sociedades democráticas. Por ello en una universidad no se debería actuar contra el pensamiento y el conocimiento a partir de acciones que no estén dentro de las reglas académicas. Es decir, en la Universidad se puede estar en contra de un pensamiento, pero solo a partir de otro pensamiento que pueda ser igualmente cuestionado críticamente, porque, de nuevo, es eso precisamente la Universidad: usar pensamiento y conocimiento perfectibles para superar otro conocimiento y pensamiento, también perfectibles. Y esto no solo debe ser observado por las grandes universidades del primer mundo donde ejercen los académicos más renombrados o reconocidos, sino que aplica para toda institución educativa que pretenda ser universitaria así esté ubicada en la calle cuarenta y cinco con carrera séptima, en Bogotá, Colombia, o, tal vez más, por esa misma circunstancia.

Todo lo anterior forma parte del desconcierto por el hecho de que la Universidad Javeriana haya terminado el contrato de una profesora como Luciana Cadahia sin ningún tipo de justificación explícita. Comenzando por lo más mínimo, nos preguntamos si la Universidad Javeriana, por ejemplo, no tiene un reglamento institucional que obliga a los miembros de toda la comunidad a relacionarse a partir de una serie de reglas que prometen cumplir desde el momento en que firman el contrato laboral. Pero obviamente existe un reglamento en dicha institución y el despido de una profesora sin justa causa lo primero que muestra es que la institución ha renunciado a su propia normatividad, a su propio código disciplinario explícito (y deja en el aire la existencia de un sospechoso código implícito). Y es que precisamente, aunque algunos defienden que una universidad privada puede actuar como cualquier empresa privada, una Universidad no puede saltarse su propio reglamento, porque, al ser una de las principales instituciones colegiadas, tiene como función promover el respeto, la implementación y la aplicación de reglamentos para la convivencia en otras comunidades que de ella surgen o se alimentan (comunidades profesionales, académicas o sociales). Pero todo esto, que no deja de tener serias implicaciones, no es la peor parte del asunto.

Lo más decepcionante de la decisión de la Universidad Javeriana de echar a la profesora Cadahia sin explicación alguna es que bota a la basura la idea misma de Universidad. Si la profesora no cometió ninguna falta al reglamento y además las evaluaciones institucionales (de colegas y estudiantes) y el respaldo de la comunidad académica en general solo indican que es una profesional excepcional, no queda más que decir que la causa de su despido tiene que ver con su mismo ejercicio académico que parece ser incómodo para las directivas de la Universidad. Es decir, al echar a esta profesora sin ninguna explicación, la Universidad Javeriana da a entender que en su universidad solo se puede pensar de cierta manera o, en otras palabras, que esta institución ha renunciado al pensamiento y al conocimiento académico universitario, pilar de las sociedades modernas, y lo ha sustituido con la transmisión, muy bien vigilada, de una simple tradición. La Javeriana ha renunciado a una sociedad mejor y se conforma con ciudadanos que siempre estén vestidos a rayas, o bien porque ya no son libres, o bien porque son siempre culpables.

Por ello, es difícil saber si la acción de esta institución es más brutal con la profesora (que es brutal, sin duda) o con toda su planta de profesores, sobre los cuales siembra la duda de hasta qué punto pueden trabajar en condiciones de libertad académica. Y es angustioso y terrible saber que de ahora en adelante la Javeriana puede recurrir cada vez menos a este tipo de despidos ejemplares.

G. Serventi